La capilla
Escrituras de luz embisten las sombras, más prodigiosas que meteoros. Jorge Luis Borges
El tiempo parece encapsularse en ciertos edificios de la urdimbre citadina. Son espacios que se mantienen como una ventana que asoma al pasado y nos permite ver de qué se han hecho las cosas de la vida urbana. Sin ellos no podríamos entender a la ciudad como un constructo. Viviríamos cautivos de un presente continuo, que se renueva permanentemente, sin origen, sin futuro.
Tal es el caso de la Capilla del convento de las Capuchinas Sacramentarias del Purísimo Corazón de María (1955), en la delegación de Tlalpan de la capital del país, obra del Luis Barragán (1902-1988).
Con esta creación, arranque de la larga última etapa del autor, retoma el diseño arquitectónico después del proyecto de los Jardines del Pedregal en la capital. En ella, plasma la rica vastedad del vocabulario conceptual, formal, así como cromático que fueran el sello personal de su obra, y que son determinantes en la influencia que ha ejercido en generaciones posteriores.
El proyecto subsana las deficiencias de un edificio ya existente. No es una obra de remodelación en el sentido estricto de la palabra, ya que la capilla es un elemento totalmente nuevo en un claustro. Sin embargo, gracias a la habilidad creativa del autor, el ambiente de casa de patio se mantiene aún hoy. Los elementos que se incorporaron al inmueble -la capilla, sus áreas accesorias y un refectorio- son innovaciones con la impronta del lenguaje de la arquitectura moderna.
El punto central del conjunto monástico es la capilla. Se levanta en el extremo del patio central de una casona que sobrevivió los avatares de la Reforma y el Porfiriato. Es uno de los paramentos del patio donde descansa el agua, la luz, el viento y el a veces azul cielo de Anáhuac. Sus muros «texturados», ciegos, enormes, dan descanso a las sombras y a las buganvilias. El interior, es un espacio para la meditación y la contemplación.
El lapso de siete años en el desarrollo de la obra, no es sino el reflejo de un proceso de decantación que va más allá de la evolución de una idea y se adentra en las profundidades del tiempo y de la herencia religiosa de la cultura occidental.
La austera disposición de los elementos que la conforman fue en su momento, premonitoria de los cambios que vendrían a partir del Concilio Vaticano II y las nuevas disposiciones para la liturgia católica. El genio del autor supo trasladar la sobria formalidad de las capillas provincianas a un recinto nuevo.
El recato y aislamiento de la orden monacal se preservaron por gracia de las celosías y los entrepisos. El enclaustramiento prevaleció como obra de inventiva y la habilidad para mantener el acceso del público, sin interferir con las actividades de un retiro permanente.
El espacio interior es mucho más que la sencillez de la deposición de su planta rectangular. El magistral manejo de la luz es fundamental en ello. Ilumina en sesgo el muro del altar, gracias a un vitral que, oculto y desde el fondo, conduce la luz del exterior por un muro oblicuo. Esta sencilla variación geométrica, ilumina las flamígeras iridiscencias naranjas del muro del altar que sólo adornan tres tableros chapeados en lámina de oro a manera de retablos.
Austeridad formal pergeñada de fuego. Indiscretas miradas cautivas de las tramas rectangulares de las celosías. Canto de aves que rezumban el calor del verano. Agua que salpica con el eco de sus gotas, el torrente de la existencia. Arquitectura que va mas allá del tiempo. Espacio que trasciende las formas, los muros, los pisos y los materiales que lo contienen.
A la vuelta de unos años, la obra de Barragán se abrió como otra ventana luminosa, alumbrando el camino de Ricardo Legorreta, Antoine Predock, Álvaro Siza, Javier Calleja, Alfonso López Baz y un sinfín de arquitectos que, atentos a la forma, dejan escapar el espíritu sincrético de uno de los grandes creadores de nuestra patria.
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