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La casa destruida

GILBERTO SERNA

En primer lugar lo que llaman coloquialmente la mano de chango que se dedicó con denuedo sin igual a tumbar paredes, destruir puertas, echar abajo ventanas, y a abrir puertas a tremendos mandarriazos, pulverizándolas en unos pocos días dejando la céntrica propiedad totalmente desnuda, tanto que lo poco que quedaba de pie se escondía pudorosa detrás de los escombros de lo que quedaba de una modesta, pero orgullosa residencia, erigida allá por los años cuarenta. Durante las lluviosas noches del mes de julio si uno ponía atención podía advertir sombras que no correspondían al reflejo de las luces circundantes sino que eran sombras autónomas que más bien parecían etéreas, incorpóreas, intangibles e impalpables, sin que dieran la impresión de ser proyectadas por cuerpos sólidos.

El viento formaba diminutos remolinos que ascendían haciendo volar pequeños guijarros que golpeaban a los albañiles, mientras los rayos de un sol inclemente los obligaba a cubrir sus cuerpos mientras realizaban su labor de cambiarle la cara a la ciudad, como cirujanos de ciudades mal pagados, mal tratados sin proveerlos de equipo necesario, en la mayoría de los casos con andrajos que les dan características de arlequines del adobe. Y si nuestra ciudad conserva sus raíces es una ciudad con características propias que no necesita de edificios elevados que le den sabores distintos a los que tiene de provincia arcaica, de tierra bravía de hombres cabales, entendiéndose como tal al que es justo e íntegro sin adornos falsos que sabe que su futuro lo cimienta en lo correcto, que si ahora no se puede ya vendrán otros con renovados bríos que puedan hacer su destino sin dejarse corromper porque la vida sin dinero puede ser dura, pero no hay dinero que alcance para destruir el espíritu indomable de una comunidad.

Las casas que aún permanecen de pie sonríen con cierta amargura pensando que pronto seguirán el mismo destino de cruel demolición, cayendo sus muros, sus paredes en un vacío cual si fuera un hado terrorífico dispuesto a derruirse por sí mismo. Tal ocurrió con el edificio antiguo que ocupaba la vieja Presidencia en que dos leones ocupaban sus extremos en medio de una empinada escalinata. Para llegar al piso superior se subía por cualquiera de dos escaleras encontradas por las que viejos laguneros subían paso a paso hasta llegar al balcón central desde el cual los alcaldes rendían tributo a nuestros héroes ondeando nuestro lábaro patrio en remembranza a lo que hizo el cura Hidalgo llamando a sus huestes a luchar por la liberación de un país sojuzgado por fuerzas extranjeras.

Al final llegó una aplanadora con ocho toneladas de peso que provocó el regreso de la humanidad a los días en que paseaban enormes mastodontes haciendo temblar el suelo y todo lo que allí se encontraba. Es un estremecimiento que deja vibrando, tal como lo haría la trepidación de un volcán, una sacudida cuya duración parece permanecer toda una eternidad; un escalofrío recorre nuestra columna vertebral cual si de pronto nos cayera un alud de pesadas rocas encima de nosotros. La casa vecina ya no es ni será jamás una casa-habitación. No dejará falsos remordimientos. Surgió de la nada y ha regresado a la nada. Lo que se fue no volverá a ser. Acaso la ciudad sufrirá su ausencia. Pasaremos por enfrente de lo que quedó y nos iremos refunfuñando; qué le vamos a hacer, si tan sólo somos unos aldeanos.

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