En la víspera de los 75 años del PAN, y en medio de la mayor crisis moral de ese partido, surge el libro en que Felipe Calderón revisa su propia administración ("Los retos que enfrentamos"), lo que es ya habitual en los expresidentes.
No hay sorpresa de que el primer capítulo de su libro esté dedicado a su estrategia de seguridad pública; fue el eje de su gobierno, el que esperaba que le reportara mayor legitimidad y aceptación, y que terminó por volverse en su contra como el mayor desastre de su administración. Una cosa es que, como él dice, el problema del crimen organizado fuera real, y que la violencia hubiera ya alcanzado niveles elevados, y otra que la forma en que lo encaró haya sido la más adecuada. Dice él, con razón, que durante el gobierno de Vicente Fox las tasas de violencia se dispararon. Es verdad; Fox declaró una "guerra sin cuartel" al narcotráfico con los esperados efectos de incrementar la violencia en lugar de disminuirla (por las características que tiene ese negocio). Cita Calderón a Jorge Chabat, quien habla de que con Fox se terminó una especie de "Pax" narcótica que prevaleció durante los años del PRI.
Así es; no es que el problema del narco no existiera antes, ni que tuviera una solución radical y definitiva, que no la tiene, sino que los gobiernos previos habían decidido administrar el problema de tal manera que afectara lo menos posible a la ciudadanía. Eso acabó llegando el PAN al poder, y se disparó la narcoviolencia. Y es probable también que en la lucha frontal contra los cárteles, éstos hayan reducido en alguna medida sus ganancias tradicionales, por lo que fueron dando el giro a otras actividades delictivas para reponer sus pérdidas, pero que a diferencia del narcotráfico tradicional, sí repercutían directamente contra la ciudadanía. En eso consistió el cambio de esquema. Al profundizar Calderón la estrategia iniciada por Fox, lejos de reducirse esa violencia, se disparó exponencialmente (no es lo mismo 9 mil muertes en un sexenio, que al menos 70 mil en el otro).
Es verdad, como dice Calderón, que el Estado está obligado a hacer algo al respecto. Pero debió tomarse más tiempo en hacer un buen diagnóstico -que después reconoció no haberlo hecho, al señalar que creía tratar una gripe y resultó cáncer- para elaborar una estrategia más realista a partir de la magnitud del problema y las enormes deficiencias del Estado mexicano. La precipitación sólo empeoró las cosas. Y es que una cosa es la obligación del Estado a afrontar el delito -lo que Max Weber llamaría la ética de los principios- y otra es cómo lo hacerlo; si no se adecuan los medios a los fines, el resultado será no sólo inútil, sino incluso contraproducente. Es lo que el propio Weber llamaría la ética de la responsabilidad; al tomar decisiones de gobierno no sólo deben verse los fines basados en valores, sino también los medios para calcular los efectos de dicha política. Esto último es lo que Calderón no hizo, y de ahí el rotundo fracaso. Desde luego él valora positivamente su labor, señalando que al final de su gobierno las instituciones de Estado se habían fortalecido y la delincuencia se había debilitado. ¿De verdad? Porque toda la evidencia disponible dice exactamente lo contrario.
Y es que también partió de un principio general del derecho; que el poder secreto del Estado es la amenaza creíble de que la fuerza pública caerá sobre el agresor. Pero la falta de comprensión del fenómeno del narcotráfico le impidió valorar que dicho principio no se aplica ahí, pues son tales las ganancias de ese negocio, que a quienes se involucran en él no les importa caer eventualmente presos, al menos no como para disuadirlos de ingresar o continuar en esa actividad. Y en cambio la persecución estatal, aunque obligada por principio, tiende a generar efectos perjudiciales a la seguridad pública en general, contrariamente a lo que se pretende. Eso es lo que no le fue explicado a Calderón por sus consejeros en el momento de decidir su estrategia sin mayor detenimiento. De ahí su desastroso legado en este rubro.
(Profesor del CIDE)