La eliminatoria
Hay dos tipos de espectadores: aquellos que aman el fútbol, y aquellos que aman la moda o el fenómeno social. Estos últimos son los peligrosos.
Jorge Valdano
La hora del partido no fue impedimento para que media nación se mantuviera despierta después de la medianoche para escuchar el silbatazo final, conciliando el sueño plácidamente, después de la calificación esperada. No importó el haber llegado con el orgullo vapuleado tras un desastroso torneo. Menos aún el enfrentar a un rival cuya tradición futbolística no es de las más relevantes en la escena global.
No hay una respuesta lógica que dé explicación a este comportamiento rayano en lo irracional. Y probablemente esa sea la clave para explicarnos el porqué del comportamiento humano ante las competencias deportivas.
El fenómeno ha atraído la atención de los versados en el comportamiento humano. Ante ellos, Jorge Valdano extrema sus precauciones. Y no es difícil entender el porqué. Nació en un país en el que el fútbol es virtualmente una religión, aunque con sarcasmo haya declarado alguna vez que a Maradona debieron haberle dicho que “jugaba como Dios pero que no era más que un simple mortal”.
También porque su vida ha estado consagrada al balompié, virtualmente en todas las actividades relacionadas con este deporte: practicándolo, dirigiéndolo en la cancha, desde una oficina, como comentarista en el palco de transmisiones y filosofando sobre él.
Quizá porque la pasión, como cualquier sentimiento, se aparta frecuentemente de la lógica. Por ello, asignamos un valor a la poesía, a las caricias, al aroma de las flores, los alimentos y las especias. Y encontramos sentido en el amanecer, en la lealtad, en el afecto; pero muy pocas veces una explicación lógica.
El sentido lúdico de la actividad humana difícilmente puede encontrar una explicación racional. Sacude las fibras íntimas de los sentidos sin más. Mueve las más profundas emociones en las personas ante el triunfo del competidor y el equipo favorito, trasciende el ámbito de lo personal por el triunfo.
Y esto lo saben muy bien los expertos en conducta humana y mercadotecnia. Y desde luego, los dirigentes del fútbol organizado, convertido en una gigantesca empresa transnacional que dirige, aun sobre las soberanías nacionales, las actividades de las federaciones a lo largo y ancho del planeta.
Es imposible pasar por alto los enormes intereses detrás de una Copa del Mundo: los recursos económicos que generan los derechos de transmisión y sus patrocinios, el importe de las ventas de los artículos relacionados con la imagen de una selección nacional, el valor de los jugadores, el flujo de personas que asisten a la competencia. Una cadena sin fin de producción, consumo y lucro, que concentra la atención mundial durante el mes que dura la competencia. El descalabro económico para una federación determinada, ante la ausencia del equipo nacional en este foro, es enorme.
Y detrás de ello, la sencillez de un deporte que puede practicarse en cualquier parte del planeta, con un mínimo de recursos. Actividad que, de una forma u otra, habremos practicado en algún momento de nuestras vidas, atraídos por el hechizo de un objeto rodante impulsado por la fuerza humana.
Se avecina ya la próxima copa del mundo. La sede es un país que despierta simpatías en nuestra tierra. El representante nacional llegará sin importar que haya calificado por casi un milagro. Nada de eso importará. Despertarán en nosotros los sueños de un lugar nunca antes alcanzado, conforme se acerque la fecha inaugural crecerán las expectativas y caerán también una a una las ilusiones conforme avance el torneo. Los dividendos paliarán las penas y, una vez más, olvidaremos que el triunfo es más que un puro deseo, y tras él, la excelencia esconde sus principios de disciplina, organización y realismo.
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