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La enfermedad tamaulipeca

ALEJANDRO HOPE

Balacera de horas. Persecuciones, enfrentamientos y bloqueos. Decenas de muertos en pocos días. Comercios cerrados, escuelas semivacías, población en pánico.

La escena describe a Reynosa la semana pasada. Pero bien puede ser Tampico hace un mes. O Matamoros en 2011. O Nuevo Laredo en 2005. Desde hace casi una década, Tamaulipas vive de crisis en crisis, agobiada por criminales predatorios y violencia irrefrenable.

Y no por falta por apoyo federal: de 2007 a la fecha (y tal vez desde 2005), grandes contingentes del Ejército, la Marina y la Policía Federal han estado apostados de manera casi permanente en esa entidad fronteriza. En más de un municipio, no hay más policía que las fuerzas federales ni más autoridad que la castrense.

Pero las emergencias no cesan, la depredación no para. Y, peor aún, las instituciones locales y estatales no mejoran. Fluyen los recursos, se multiplican los subsidios. No importa: las policías y el ministerio público y las prisiones siguen agobiados por la corrupción y la intimidación.

¿Por qué? ¿Por qué tanto apoyo federal no se traduce en mayores y mejores capacidades en el estado? ¿Por qué Tamaulipas no ha seguido, por ejemplo, la trayectoria de Nuevo León, donde se construyó de cero una nueva policía estatal?

No hay respuesta única, pero parte de la explicación debe buscarse en los incentivos políticos del gobierno estatal. Gracias a los operativos federales, el gobernador tiene a su disposición una fuerza pública que no les cuesta presupuestalmente (al menos no por entero).

Si no se reduce la incidencia delictiva, la culpa es de los federales, no del gobierno estatal. Si, en cambio, hay alguna mejora en las condiciones de seguridad, el gobernador se puede atribuir parte del mérito. En esas circunstancias, ¿qué gobernador tamaulipeco buscaría acelerar el retiro de las fuerzas federales? ¿Por qué se tomaría la molestia de fortalecer las instituciones estatales?

Y esa lógica pone al gobierno federal ante una disyuntiva imposible: si se va, deja indefensa la población; si se queda, facilita la indolencia estatal.

Se dirá que la misma dinámica operaba en Nuevo León o Chihuahua, sin que eso fuese un impedimento infranqueable para la transformación institucional. Sí, pero con una diferencia crucial: en esos estados, existió una masa crítica de sociedad civil organizada que logró generar presión suficiente sobre los actores políticos estatales. Por diversas razones, eso no ha sucedido en Tamaulipas ni probablemente suceda en el futuro previsible.

Entonces, para salir del impasse, para curar la enfermedad tamaulipeca, no queda más que cambiar las reglas del juego. ¿Cómo? ¿Terminar de golpe con los operativos federales? No, pero sí ponerles un límite temporal, razonable pero firme (¿dos años?), y, sobre esa base, renegociar los términos de la intervención federal.

En el periodo de transición se proporcionaría al gobierno estatal toda la asistencia necesaria para generar capacidades. Si este solicitase ampliar el plazo de presencia federal, el costo completo de un operativo extendido recaería directamente en el presupuesto estatal. Además, estaría severamente condicionado a cambios de fondo en las instituciones de seguridad y justicia.

A Tamaulipas le aquejan múltiples males. Pero el apoyo federal irrestricto no es la cura. Más bien, se ha vuelto la enfermedad.

Y lo que vale para Tamaulipas, vale para muchos otros estados. Las intervenciones ilimitadas garantizan que nadie se haga cargo de nada, que los gobernadores puedan transferir su responsabilidad a costo cero (salvo para los ciudadanos). Esa dinámica perversa debe acabar ya.

Twitter: @ahope71

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