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La generación de la chancla

Addenda

GERMÁN FROTO Y MADARIAGA

Hoy que es diez de mayo, en honor a las madres, quiero reconocer la forma en que educaron a los hombres y mujeres de mi generación.

Antes de que apareciera en el ámbito internacional y nacional, el tratado de los niños y las niñas, y cuando nadie hablaba de los derechos humanos de los infantes, ellas nos fueron educando como Dios les dio a entender, pues había casas donde una madre se hacía cargo de atender a diez infantes o más, y muchas veces sin ayuda doméstica.

Pero ellas se multiplicaban para levantarnos todos los días, ver que nos bañáramos y vistiéramos apropiadamente y lleváramos los libros para la escuela. Y eso era todos los días.

Por eso, a la hora de imponer disciplina, lo hacían con una simple chancla, que ya fuera de hule o cuero, volaba por los aires para ir a dar justo en el blanco deseado. La de cuero, desde luego dolía más.

"Venga para acá, muchacho de porra"; y obviamente uno no iba, pero si se acercaba a menos de tres metros de la madre, con eso bastaba, para que la chancla volara y fuera a pegarnos en la parte menos apropiada.

Algunas veces, las menos, lograban pepenarte y te agarraban de un brazo y con la otra mano, movían el cinto mejor que el Zorro la espada.

Recuerdo, cuando mi madre nos encerró a Chacha y a mí en un cuarto y mal tomó el cinto de mi padre, cuando mi hermana ya se andaba subiendo a un ropero, como si fuera araña.

"A mí no me venga a llorar adentro de la casa. Quiere llorar, sálgase a la calle", y aquella madre sacaba a su hija a la puerta de la casa para que ahí se desahogara todo lo que quisiera.

Tengo un amigo que, un día, le mintió a su madre y ella lo descubrió en la falta. Cuando volvió a querer entrar a la casa, encontró afuera una maleta y el mensaje de que no podía volver, porque había mentido. Mi amigo se fue a vivir al internado del Instituto Francés, por más de un mes, hasta que algunos familiares convencieron a la madre que lo perdonara, pero jamás lo olvidó.

El cinto y la chancla volaban por los aires del barrio y nadie jamás dijo haber crecido traumado por esos golpes. El único caso, de un niño maltratado que conozco, es el de Alejandro, pero se acuerda de unas nalgadas que le di, más por reclamar y ver si me le pongo de modo para devolvérmelas que por otra cosa.

"Mamá, está haciendo mucho frío. Hoy no vamos a la escuela", decía Jorgito y su madre tomaba un cinto y le respondía: "Párese o lo paro a cintarazos"; "No, ya voy, ya voy".

Doña Asu, madre abnegada que tuvo que criar a varios hijos, no daba de comer a la carta, servía lo que había y punto. Claro que la comida no siempre era del agrado de todos, pero tenía un método muy sencillo. "¿Qué hay de cenar?", preguntaba Luly. "Lentejas" -respondía la madre. "No me gustan las lentejas". "Pues se las come". Luly no se las comía y dejaba el plato intocado. En la mañana, al ir a desayunar, preguntaba Luly: "¿Qué hay para desayunar?". "Lentejas", respondía la madre y así hasta que lograba que se comiera las lentejas, porque no había más.

Así fuimos educados, entre chanclazos, cintarazos y duros correctivos y no nos pasó nada. Ninguno creció traumado o con rencor hacia sus padres. Todos andamos por la vida tratando de ser productivos.

Cuando llegábamos con un reporte escolar, la primera pregunta era: "¿Y ahora qué hiciste?": en estos tiempos no pueden pellizcar a un niño, porque van corriendo a quejarse en los derechos humanos, de maltrato infantil.

Por lo demás: "Hasta que nos volvamos a encontrar que Dios te guarde en la palma de Su mano".

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