La huella
“La ciudad es un conglomerado de recuerdos petrificados: sin conocerlos, se perciben; su carga nos acompaña”
Aristóteles
La huella del hombre queda impresa sobre la superficie del planeta por incontables medios: en la caligrafía de los caminos y los canales; en la transformación costera de los puertos; por la tala de los montes y la infatigables faenas de labranza.
No obstante, es en la ciudad donde el ser humano imprime una huella distintiva y duradera. Tanto las ruinas como las ciudades vivas nos hablan de la voluntad, las necesidades y los sueños de los habitantes que las moran o alguna vez las habitaron.
En el antiguo Egipto, la dirección del río, el movimiento de los astros, así como las creencias religiosas, determinaron el sentido de las calzadas y la orientación de los monumentos; en la helénica Mileto, la mano firme de Hipodamus -siguiendo el razonamiento puro- impuso la cuadrícula sobre la accidentada topografía del terreno buscando el orden, la refrescante brisa y la sombra placentera.
En los castrum romanos, en las laberínticas calles medievales, en Tenochtitlan, en la traza reticular de la ciudad renacentista o en la pragmática y mecánica trama de la ciudad industrial, ha quedado evidencia de la motivos que rigieron a sus habitantes en su hechura.
Bajo esta óptica, la ciudad se abre como un libro. Los renglones sus calles y los capítulos las distintas zonas que la conforman en función de las actividades sociales, los intereses económicos, la geografía, el orden político, el conocimiento, el clima, los ideales vigentes.
Vista de otro modo, es un enorme artefacto para la producción y la reproducción, el ocio, la educación, la política y la religión. Nos habla con las voces del pasado en el presente. Simultáneamente cifra en el presente el mensaje que para generaciones venideras compendiamos día a día.
Su complejidad ha sido resultado del pensamiento y de la acción. El primer gran texto de la literatura occidental que ha llegado hasta nosotros, se centra en la caída de una gran ciudad: Troya, escenario de la lucha de dos bloques de la Grecia antigua en búsqueda de la hegemonía del Mediterráneo. Una pugna dirimida a los pies de los dioses, de una mujer y de una muralla.
Agustín de Hipona centró su reflexión en una dicotomía que perduró por siglos: la ciudad divina y la de los hombres. La primera como destino final de los mortales y la última, metáfora de las miserias humanas.
La caída de Tenochtitlan señaló el nacimiento cruento de una nueva nación. Una tarde de agosto, después de setenta y cinco días de sitio, el Quinto Sol de los Aztecas se ocultó y dio paso al turbulento proceso de formación de una nación mestiza.
Para la visión sociológica y económica de Max Weber, el desarrollo de la ciudades modernas de Occidente tiene su origen en la religión cristiana; la posición privilegiada de los ciudadanos frente a las comunidades agrícolas y el debilitamiento de las sanciones religiosas y familiares, frente a las de la comunidad urbana.
Al imaginar la fundación de nuestra ciudad en el vertedero pluvial de dos ríos sobre el desierto, podemos comprender el sentido vital del agua. Entender al metálico camino del tren como un sendero, por el que en sentidos opuestos fluyó la bonanza y la guerra; la expoliación y la riqueza; la migración y el éxodo. Su lógica pragmática estableció un trazado racional y rectilíneo. Sobre él yacen los empeños de antaño y los recuerdos de una ciudad pujante y ordenada.
La compleja trama de la conurbación lagunera nos habla de un panorama inacabado, desigual, heterogéneo. También del abandono y la negligencia que han prevalecido en las décadas recientes como epítomes de una época particularmente violenta. La Laguna añora el brioso espíritu de sus fundadores para recuperar su presente. Exige la participación plural, decidida e inteligente de sus moradores, con la energía y determinación que toda sociedad perdurable necesita.
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