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La pena de muerte

GILBERTO SERNA

Pensaba, recargado en un muro ¿qué lo había llevado a aquella Prisión?, ¿por qué estaba preso?, le habían dicho que un juez lo había condenado a la pena de muerte. Estaba enterado de que su conducta rijosa lo llevó directo a embrollarse en la muerte de un policía gringo y ¿qué?, yo presencié en la pantalla chica la muerte de Saddam Hussein, a quien colgaron con una gruesa cuerda por tener armas de destrucción masiva que después de un bombardeo, demasiado tarde, se supo no tenía, y no pasó nada excepto que su verdugo se andaba ahogando con una galleta que engullía sentado en un sillón de la sala de su casa, en el rancho Crawford. Y que le arrojaron en una sorpresiva visita a Irak dos zapatos, uno tras otro, que esquivó con ágiles movimientos que descalzándose le había lanzado un reportero de la televisión iraquí Muntadar al-Seidi, diciendo "toma tu beso de despedida, pedazo de perro".

La cabeza de Edgar no le funcionaba como al común de las personas, de otra manera no hubiera disparado su arma así nomás como así contra el policía que lo detuvo, al que luego despojó de su placa y su arma de cargo que llevaba consigo cuando fue reaprehendido; despotricó contra las autoridades del consulado mexicano sin ton ni son o séase, lo que es lo mismo sin motivo ni causa aparente o a lo mejor sí.

Se solicitó a Amnistía Internacional su intervención solicitando el aplazamiento de la ejecución o la conmutación de la pena de muerte a varios organismos internacionales, sin lograr que sus peticiones fueran escuchadas. Esto tiene su razón de ser.

En efecto, allá en la Unión Americana los estados se manejan con independencia de la federación, que pueden hacer caso omiso de las obligaciones contraídas sin su participación y eso obedece a que el pacto que dio lugar a su existencia jurídica es diferente a lo que ocurre en nuestro país donde las entidades no votaron su anexión.

Por otro lado, cabe decir, que Edgar Tamayo tenía derecho a defenderse. No estar en sus cabales, aquí y en China significa que alguien está fuera de juicio, se dice en el lenguaje común que una persona carece de un razonamiento normal si su juicio está afectado por algún trastorno mental. Habría que ver si hubo o no dictámenes médicos que hubieran bastado para que la pena hubiese sido la de refundirlo en un sanatorio para enfermos mentales.

Esto lleva a pensar que la muerte de Edgar fue un acto de mera venganza, una decisión política de: ya está en nuestras manos, debemos matarlo, no por que sea un peligro social sino que como tejanos somos buenos para jalarle al gatillo, además si bombardeamos ciudades sin fijarnos a quien nos llevamos por delante, qué más da uno que asesinó a un ciudadano de los nuestros, aunque no hubiera tenido un discernimiento de la realidad que pudiera calificarlo como una persona sana. Pero qué se podía esperar de un pueblo enfermo de poder, que hago lo que hago porque puedo, y si ese señor mató a uno de los nuestros debe pagar con la misma moneda. Eso no es justicia por más que se hable de que los autores son muy "pipiris nice".

Él desde que se enteró sería ejecutado tenía la mirada perdida, distante, de aflicción, su mente se negaba a aceptar que todo terminaría en cuanto fuera conducido por el pasillo de la muerte a su destino final. Una cama lo esperaba. A ella sería atado. En esas horas recordaba que cuando era un niño lo asustaban diciéndole que si no se dormía se le aparecería "El Coco" que se llevaba a los niños desobedientes. Es entonces que sujetaba su deshilachada cobija con los dos brazos y se la subía del borde tapándose el rostro, creyendo que así no lo vería lo que imaginaba era un monstruo. Llegó la hora fatídica. Estaba sujeto por anchas bandas y un enfermero del que sólo veía sus verdes ojos, le aplicaba una inyección en el brazo que lo paralizó, luego se desvaneció sintiendo que todo le daba vueltas.

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