Una de las principales razones de la existencia del Estado es la de garantizar el imperio de la ley y la seguridad de los habitantes del territorio en el que dicho Estado tiene sustento. Cuando el Estado falla en estos objetivos, pierde en buena parte su razón de ser. El aumento de la criminalidad en el país durante el decenio pasado y el actual, y la incapacidad de las instituciones públicas para detener el avance de la delincuencia, motivó un debate sobre si México es o no un Estado fallido. Para algunos analistas había suficientes pruebas para considerarlo así; otros, menos severos, hablaban de un Estado débil. No obstante, el índice de estados fallidos del centro de estudios estadounidense Fondo para la Paz, ubicó en 2013 a nuestra República entre los 91 estados "en peligro" de los 175 calificados bajo diversos parámetros que van desde el deterioro de los servicios públicos hasta la criminalización y deslegitimación del Estado, pasando por la violación de los Derechos Humanos, la huida permanente de la población y la existencia de "estados alternos" al interior.
Más allá de estas consideraciones y como consecuencia del aumento de la delincuencia en lo que va del presente siglo, se ha ido generalizando un discurso que tiende a trasladar la responsabilidad de la garantía de la seguridad pública al ámbito de lo privado; a responsabilizar a los ciudadanos de los delitos de los que son víctimas; a soslayar los errores de los gobiernos en el combate al hampa y el altísimo nivel de impunidad; a normalizar cierto tipo de violencia, y a justificar los excesos y violaciones a los Derechos Humanos que se cometen bajo el argumento de la imposición de un orden que, salvo las autoridades, pocos pueden observar. Otro de los saldos de la criminalización de la vida pública en México ha sido la creación de lo que bien se puede llamar una retórica del Estado fallido.
Lo hemos visto en las ciudades de La Laguna. En la medida que fueron incrementándose la delincuencia y su manifestación más violenta proliferó la construcción de colonias amuralladas con acceso restringido, fenómeno frente al cual, los pobladores de algunas colonias abiertas se organizaron para cerrar calles y establecer una especie de guetos con el fin de protegerse de los delincuentes. Esto, lejos de fomentar la armonía social y la cohesión comunitaria, ha propiciado un aumento de la desconfianza y la fractura. Los que viven dentro de esas colonias parecen considerar como potenciales criminales a los que viven fuera de la muralla, mientras que éstos ven con recelo a quienes creen que la única salida a la inseguridad es el encierro. Si bien las circunstancias y la permisividad y negligencia de las autoridades a la hora de cumplir su deber nos han llevado a esto, hemos tomado esa decisión entre otras posibles, como lo es la participación ciudadana para exigir a los gobiernos que usen de manera eficiente los recursos públicos disponibles para garantizar la seguridad pública y el desarrollo equilibrado de la sociedad.
Pero no es todo. Quienes tienen la posibilidad económica, contratan equipos de escoltas los cuales, en muchas ocasiones, están al margen de la supervisión gubernamental. Los que pueden, refuerzan sus autos con blindaje y sus viviendas con rejas y candados y aseguran sus bienes contra robos. La probabilidad de ser asesinado, secuestrado, asaltado y agredido ha sumido a una buena parte de la sociedad en el miedo que, una vez más, redunda en desconfianza. Y con este caldo de cultivo, la sed de venganza y el odio también se reproducen. Porque la ley y las instituciones no han sido suficientes y el estado de derecho sólo es un concepto tantas veces abstracto que adorna leyes y discursos oficiales. Bajo esta lógica, quien la hace, o parece que la hizo, debe sufrir. Punto. Poco se habla de los derechos humanos, de la importancia de los juicios apegados a derecho, del restablecimiento del orden social, de la obligación del Estado en el resarcimiento del daño a las víctimas, de las causas que generan la inseguridad, del impacto en las familias de la actuación extralegal de los llamados guardianes del orden público y privado.
Además de la fractura social que lo anterior supone, resulta también grave que dentro de esta retórica del "sálvese quien pueda y como pueda" se establece de facto una categorización de ciudadanos. Están los que con dinero creen poder comprar su seguridad, los que aspiran con mucho esfuerzo a conseguirlo y los que, por sus bajos ingresos, descartan cualquier posibilidad de protección. A estos últimos, ¿qué les queda? ¿Rezar? ¿Andarse con cuidado? ¿No dar al ladrón la ocasión?
Porque hay que decirlo, la normalización de la criminalidad al asumirla como fenómeno casi "natural" de nuestras ciudades, contribuye en gran medida a la estigmatización del ciudadano afectado. Si tu hijo desaparece es porque en algo andaba metido. Si te roban tu vehículo es porque no lo protegiste bien. Si te asaltan en la calle es porque caminaste por donde no debías. Si te secuestran es porque no tomaste medidas precautorias. Si se meten a tu casa es porque no pusiste rejas o no te encerraste bien. Si te matan es porque te tocó la mala fortuna de estar en el lugar y el momento equivocados o porque, probablemente, te lo merecías o algo debías.
Si en realidad como sociedad deseamos construir una seguridad pública duradera, que no dependa sólo de la contención por el uso de la fuerza o de los ciclos de los grupos criminales, debemos empezar por desechar el pensamiento de que es normal que haya quienes diriman sus diferencias asesinando y descuartizando; o que una "bala perdida" hiera a una persona por transitar en la vía pública; o que despojen a alguien de un bien porque se descuidó; o que ultrajen a una mujer por caminar por esa acera oscura o por aquella calle desierta; o que las autoridades se deshagan de su responsabilidad endosándosela al ciudadano de a pie. Pensemos en qué tipo de seguridad queremos. ¿La de unos ciudadanos temerosos y desconfiados que ven al extraño como posible enemigo de quien hay que cuidarse? O la de unos ciudadanos que participen en la toma de decisiones de la vida pública para exigir a los gobiernos que cumplan con su labor -para la cual les damos bastantes recursos- bajo un estricto apego a la ley y al respeto de los Derechos Humanos. Si no queremos vivir en un Estado fallido, debemos empezar por rechazar su retórica. Vivir con seguridad debe ser sinónimo de vivir con confianza.