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Gaby Vargas

A mi querida Victoria

Vi el reloj y me di cuenta de que nos quedaba una hora para disfrutar el último momento de las vacaciones en la playa de Cancún, antes de tomar el avión de regreso a la Ciudad de México.

En esos últimos minutos quise hacer todo lo que en los diez días anticipé que haría, mas el tiempo se me fue en..., ¡no sé qué!, y logré hacer muy poco. Por ejemplo, anticipé que me tendería horas sobre el camastro sólo a leer y leer. La realidad es que nunca lo hice y ni siquiera terminé el primero de los tres libros que llevé.

Si bien disfruté mucho del mar, el sol y la convivencia con mi familia, en el momento en que me hice consciente de que sólo nos quedaban sesenta minutos en ese paraíso, me pareció que todos sus colores brillaban con mayor intensidad. En esos instantes atesoré cada partícula de luz, quise devorar los libros, beberme el azul turquesa del mar, abrazar más a Pablo y a mis nietos, inhalar toda la brisa marina y saborear hasta el límite la comida yucateca.

Pero el tiempo pasa y pasó muy rápido, así que aprisioné todo lo anterior en esa hora, que dicho sea de paso, gocé. Y la gocé como un cerillo que al iluminar se acaba. Despierta, consciente y en el presente, me arrepentí de no haber pasado de esa forma los diez días anteriores. Aunque me percaté de que ésa era la manera en que podemos extender el tiempo.

A Paola, mi hija, le sucedió lo mismo: “Así deberíamos vivir la vida mamá, como si fuera la última hora de la vacación”, me comentó. ¡Qué razón tiene! En la vida como en las vacaciones, damos por hecho los años interminables que nuestra mente coloca frente a nosotros, y de este modo entramos en una especie de trance en el que aunque disfrutamos, no lo hacemos con la misma intensidad con que lo haríamos si fuéramos conscientes de que sólo quedan sesenta minutos.

¿Acaso no vivimos dormidos la vida entera? ¿Qué pasaría si nos dijeran que tenemos sólo sesenta días de vida? Esto lo he pensado al recordar el gran ejemplo que mi querida amiga Victoria nos dejó durante los seis años que luchó cual guerrera, con una serenidad de monje zen, frente a un cáncer que se la llevó en los últimos días de 2013.

Era una mujer inteligente, fuerte, con un gran talento para escribir, pero, sobre todo, con enormes deseos de vivir. De ella tuvimos el privilegio de aprender lo que es coexistir con una enfermedad de manera digna y, diría yo, hasta elegante. Nunca la escuché quejarse y siempre fue generosa en su amistad y actitud.

Victoria, profunda y sensible como era, debió valorar cada instante de sus días, con la sospecha de que quizá serían los últimos. Imagino lo que hubiera dado por seguir con vida y terminar su novela, cuyo primer capítulo envió a un gran crítico, quien le dijo que no le cambiaría ni una sola coma, por decir lo menos.

En esos instantes de reflexión en los que despierto y valoro la vida al máximo, vienen a mi mente mis seres queridos que ya se fueron, y lo único que pienso es “cuánto les gustaría estar aquí”, “cómo gozarían este momento”. Y me pregunto en qué radica la ceguera del ser humano para valorar cada instante, cada regalo que la vida nos da. ¿Cómo mantenernos despiertos al milagro que es abrir los ojos en la mañana y tener un glorioso día por delante? ¿Qué necesitamos hacer para mantenernos presentes, conscientes y agradecidos?

La vida, como las vacaciones, pasa como tren bala, decimos saberlo, pero ¿qué hacemos para extender el tiempo?

Mantenerme despierta es mi único propósito para este 2014. ¿Y el tuyo?

Twitter: @gaby_vargas

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