De un hotel de Las Vegas, pasé a otro, igual de costoso, pero aquí: al Sanatorio Español.
Un virus de los llamados mutantes se instaló en mi pleura y el malestar me llevó a entregarme sin más al nosocomio. Yo solo fui y me puse en manos de los médicos.
De entrada me recibió mi amigo Javier Palacios y de inmediato tomó las medidas necesarias para comenzar a atacar la enfermedad.
Como no había cuartos disponibles y para una mejor atención me dieron uno en terapia intermedia, en donde me topé con un grupo de ángeles, vestidas de enfermeras, que hicieron de aquel claustro algo más llevadero.
En efecto: Olivia, Judith, Deissy y Socorro, entre otras me hicieron sentir, no como en mi casa, pero sí en un lugar aceptable.
Llegas ahí preocupado, dolorido y lleno de incertidumbres y ellas te atienden como si te conocieran desde siempre.
Mi conocida aberración hacia los hospitales, me colocan en esos casos, en mayor desventaja, porque desconfío de todo y no acepto que me hagan cosas sin explicarme por qué me lo van a hacer. Eso vuelve un poco complicada la relación con el personal y aun con los médicos.
Al poco tiempo de haber ingresado, comenzó el desfile de médicos. Que si el cardiólogo, el nefrólogo, el endocrinólogo y muchos más que terminan en "nólogo". Corrí igualmente con suerte, porque me puse en manos de mi amigo Jaime Guerrero, quien me ha atendido con paciencia y profesionalismo.
En terapia el tiempo se vuelve lento. Casi siempre estas solo y por las noches no puedes dormir entre la preocupación natural y las tomas de presión que te despiertan cada rato.
No puedes ir adecuadamente al baño y te ves obligado a perder todo pudor. Eres como un trapo que ellos mueven a su antojo, de ahí la importancia de contar con una buena atención.
Uno de los aspectos gratificantes de esos trances es la solidaridad, amistad, amor y familiaridad cuya existencia compruebas en esos momentos.
Mi reconocimiento a Claudia, Lourdes, Luly, Jorge, que estuvieron conmigo permanentemente, de día y de noche.
A Lucía y Héctor, Bárbara y Mino, César Ernesto y Claudia, Xóchitl y Neto, Laura y César; y por ausencia a Laura Lety.
Mis amigos, ¿qué puedo decir de todos mis amigos? La gran mayoría se hicieron presentes para mostrar su solidaridad. Aun los que ya no viven aquí, llamaban todos días, para saber el desarrollo de la enfermedad. Y algunos como Pancholín, estuvieron presentes por largas horas para ver qué se ofrecía.
Y un día de ésos, te llega el beneficio de la liberación. Llegó mi amigo Jorge Silva, de visita (un hombre de Dios, como dice Cedillo), y dentro de la plática me preguntó: "¿Te quieres confesar?". Yo que llevaba más de treinta años sin hacerlo, acepté de buena gana; y en unos cuantos minutos me estaba dando la absolución que no había procurado durante tantos años.
Mención aparte merecen las conversaciones que en determinados momentos abordas. Con mi amigo Íñigo, nos pasamos buenos ratos hablando de Ortega y Gasset. Y curiosamente, con Luly, mi sobrina, con quien rara vez había platicado, desarrollamos una conversación de alto impacto, abordando temas, como la vida, el dinero, las relaciones familiares, la honorabilidad y responsabilidad, a las ¡¡¡¡cuatro de la mañana!!!!
Ya dije que ahí el tiempo se alarga como hambre de pobre y llegas a pensar que así vas a quedar mucho tiempo.
Pero un buen día, se abren las puertas del cielo y vez la luz al través de una ventana de piso y ¡por fin!, comienzas a ver la calle como un elemento de salvación.
Quiero dejar constancia por escrito, de las atenciones de don Tomás López, quien con la amabilidad que lo caracteriza, fue personalmente para ver qué se ofrecía y si todo estaba bien.
Quizás, la mejor lección o efecto de este trance, es que dejaré de fumar. Para los que me conocen, saben lo difícil que ello resultará, pero no me queda de otra y hay que hacer lo que se debe y punto. Así la vida va cambiando.
Por lo demás, doy gracias a Dios, por haberme permitido retomar mi vida habitual.
"Hasta que nos volvamos a encontrar, que Dios te guarde en la palma de Su mano".