Múltiples voces han insistido una y otra vez en la aparente ruptura entre lo que fue el primer año y medio del gobierno de Peña Nieto y lo que han sido estos últimos meses. El primer año y medio fue claridad de propósito, disciplina en el mensaje, habilidad para negociar y éxitos reformistas. Los últimos meses han sido sensación de desconcierto, vacío de comunicación, incapacidad para responder y algo a medio camino entre pasmo e indolencia. Así, parecieran concluir quienes han recurrido a este trillado contraste, pasamos de un gobierno que se inauguró a fines de 2012 "moviendo a México", a uno que se despide de 2014 encarando el reclamo ciudadano del "ya me cansé".
Ocurre, sin embargo, que esa narrativa del sexenio resulta problemática en al menos tres sentidos.
Primero, porque supone que la popularidad mediática de la que gozaba el Presidente hasta hace poco era equivalente a un diagnóstico de su gestión. Como si el libreto fantástico del "momento mexicano" constituyera un informe de gobierno o un mecanismo de rendición de cuentas. Como si el hecho de que muchos medios transmitieran una buena imagen del presidente significara, entonces, que México marchaba bien.
Segundo, porque dicha narrativa no parece admitir conexión alguna entre el pasado inmediato y el presente en curso. Hace, pues, como si el país se hubiera descarrilado de pronto y por accidente, sin que el gobierno de Peña tuviera ninguna responsabilidad directa en ello. Como si el Presidente y su gabinete no hubieran optado por mantener en sus trazos principales la malograda política de seguridad de Calderón, con todas sus conocidas consecuencias en materia de violación de derechos humanos. Como si el Presidente y su gabinete no hubieran decidido ignorar las propias cifras oficiales en materia de desapariciones, hacer como si el problema no existiera. Como si el Presidente no se hubiera dado cuenta de que ocupar una casa que su señora esposa le debe a un contratista del gobierno implica, en el mejor de los casos, un flagrante conflicto de interés. Tlatlaya, Ayotzinapa o la "Casa Blanca" -los flancos más emblemáticos de la hora- quedan reducidos así a noticas sin historia, a escándalos surgidos por generación espontánea.
Y tercero, porque esa narrativa no repara en la posibilidad de que el quiebre en cuestión esté menos en la novedad de los acontecimientos de las últimas semanas que en la conciencia pública de lo que representan. Porque ejecuciones extrajudiciales, desapariciones forzadas o acusaciones de corrupción las ha habido ya antes. Pero Tlatlaya, Ayotznapa y la "Casa Blanca" han logrado trascender su condición de síntomas para convertirse en símbolos estratégicos en torno a los cuales podría articularse un contexto de exigencia, ese sí, inédito en la historia reciente.
La narrativa del contraste entre el Peña Nieto de antes y el de ahora ha derivado, previsiblemente, en llamados a que el Presidente "reconduzca su presidencia con transparencia, apertura y eficacia, para que su impulso reformador no se diluya" (Leonardo Curzio); a que recobre su "habilidad para ejercer el poder" y demuestre que está "comprometido con la justicia y la honestidad" (León Krauze); a que esté a la altura de las expectativas que despertó y dé "el golpe de timón y el manotazo en la mesa que muchos esperamos. Un manotazo no de represión ni de enojo, sino a favor del Estado de derecho" (Gabriel Guerra). En pocas palabras, a que vuelva a ser el que fue.
Pero, ¿que no las circunstancias actuales son consecuencia, precisamente, de que Peña Nieto no es el que quiso que creyéramos que era? De ser así, convendría recordar lo que cantaba José José: lo que no fue, no será.
Profesor asociado en el CIDE
@carlosbravoreg