Ayotzinapa no es un hecho aislado. Ayotzinapa es, como han dicho algunos analistas, la punta de un iceberg. Pero no sólo en el doloroso tema de las desapariciones y la falta de justicia. Ayotzinapa representa mucho más que eso, que ya de por sí es bastante. En Ayotzinapa converge la mayoría de los lastres que mantienen al país atribulado, desgajado, herido. Es el símbolo de la República en su laberinto, de su fallido experimento democrático y de su crisis y tragedia social. Por eso la solidaridad, la protesta, el reclamo, el coraje que manifiestan poblaciones incluso poco habituadas a la manifestación callejera, como es el caso de La Laguna. Los sentimientos se desbordan en forma de gota que derrama el vaso. Porque Ayotzinapa no es el principio, sino el eslabón más negro de una cadena que parece no tener fin.
Antes del caos, el crimen. Como en casi todas las entidades del país, la delincuencia organizada ha echado raíces en Guerrero. Según la PGR, en ese estado operan cuatro de los nueve grandes cárteles del narcotráfico. Pero también hay grupos criminales locales derivados de los primeros que encuentran en el secuestro y la extorsión sus principales fuentes de financiamiento. Con matices, la situación que prevalece en Guerrero se replica en Michoacán, Tamaulipas, Sinaloa, Durango, Coahuila, Chihuahua, Veracruz, Nuevo León, Estado de México y Morelos, sólo por citar los casos más sonados. En ellos también se han registrado desapariciones forzadas, matanzas, secuestros y fosas clandestinas. Todos marcados por una estela de horror y sufrimiento. Síntomas de un cáncer que ha hecho metástasis.
Policías infiltradas. Los avances en las investigaciones sobre el secuestro de los 43 normalistas en Iguala apuntan a la participación masiva de policías y autoridades municipales coludidas con los delincuentes frente a la mirada complaciente o negligente de autoridades estatales y federales. Pero, contrario a lo que plantea el discurso oficial, esto no es nuevo. Aquí mismo en las ciudades de La Laguna la población ha sido víctima y testigo de la infiltración de los cárteles en las corporaciones policiacas. Este fenómeno se ha repetido en otros municipios del país. Desde el sexenio pasado quedó en evidencia la vulnerabilidad del nivel de gobierno más cercano a la ciudadanía frente al poder corruptor y de coerción de los grupos delictivos. La omisión o complicidad de los gobiernos estatales han contribuido.
La impunidad, el combustible. En México, sólo 3 de cada 100 delitos son castigados (Envipe, 2013). Con este altísimo nivel de impunidad es fácil suponer que los delincuentes hacen lo que quieren porque pueden. Porque es muy probable que sus actos no sean castigados por la ley. Porque la acción de las autoridades les preocupa menos que la reacción de los grupos rivales. Porque por encima del estado de derecho se ha impuesto la lógica de la venganza. Y la lógica de la venganza alimenta a la violencia. Violencia que produce más violencia. Círculo vicioso que tiene en jaque al Estado mexicano. Los delincuentes y sus cómplices funcionarios secuestraron a 43 estudiantes porque se sintieron con el poder e impunidad suficientes para hacerlo. Como lo han hecho otros grupos criminales a lo largo y ancho de un país con más de 25,000 desaparecidos (CNDH, 2014), y más de 170 mil asesinatos en ocho años (Inegi, 2014).
Instituciones débiles. La impunidad sólo es posible en un contexto de debilidad institucional. Los partidos políticos han dado prioridad a la aprobación de cuestionables reformas económicas y han dejado de lado la más importante de todas: la Reforma del Estado. ¿Miopía, ineptitud o mezquindad? Cualquiera que sea la respuesta, el resultado es el mismo. Una transición democrática inacabada. Una alternancia inútil. Una parálisis sistémica. Una visión vertical del poder. Un divorcio cada vez más profundo entre la llamada clase política y la sociedad a la que dice representar. La elección de 2000, que alimentó en muchos la esperanza de un cambio democrático, al final no terminó con los vicios del autoritarismo del régimen de partido de Estado. La participación ciudadana impulsada desde las estructuras políticas tradicionales es sólo una fachada de los partidos que buscan legitimarse en medio del creciente desprestigio. Pactan, se coligan, promueven candidaturas de unidad y acuerdan reformas lejos de la ciudadanía. En este sentido, Guerrero es la hipérbole de la descomposición política. Un expriista convertido en perredista y apoyado por el panismo llegó a una gubernatura que tuvo que abandonar cuando las cloacas se desbordaron.
La corrupción es la norma. La alternancia no sólo dejó intacta la corrupción, sino que con ella se ha generalizado en los partidos. Impunidad y corrupción van de la mano. Porque en México es posible que los gobiernos estatales se endeuden de forma irresponsable, como en Coahuila o Chihuahua, y nadie investigue. Porque en México los programas asistenciales pueden ser utilizados para la creación de clientelas electorales. Porque los diputados pueden aprobar "moches" como partidas y recibir "bonos" por avalar las reformas del presidente. Porque en este país los presidentes, gobernadores o alcaldes pueden cobrar diezmo a cambio de contratos o concesiones. Por todo esto, no resulta extraño que el alcalde de Iguala trabaje de la mano con delincuentes. La crisis política de Guerrero es un reflejo de la crisis política nacional.
Y detrás de todo, la desigualdad. El país en donde vive el hombre más rico del mundo es también el país donde sobreviven 53.3 millones de pobres (Coneval, 2013), poco menos de la mitad de la población. Pero la cifra es más dramática entre los más jóvenes. Más de la mitad de los niños y adolescentes sufre pobreza. Los números hablan por sí solos. En México, las oportunidades para los jóvenes escasean. La incertidumbre en torno a su futuro oscurece el futuro mismo del país. El abandono del Estado hacia la juventud está cobrando carísimas facturas. ¿A qué aspira una nación con este nivel de pobreza y olvido en su base poblacional? Javier Sicilia lo advirtió hace apenas unos días: la mayoría de los asesinados y desaparecidos en México son jóvenes, al igual que la mayoría de los sicarios.
Pero ¿qué tiene qué ver esto con Ayotzinapa? Ayotzinapa es un pueblo del municipio de Tixtla de Guerrero, en el cual 71.2 por ciento de la población (Coneval, 2010) vive en pobreza. Como muchas normales rurales del país, la escuela "Raúl Isidro Burgos" de Ayotzinapa, representa la única oportunidad de vida para los jóvenes de esa zona. Desde 2007, los apoyos a las normales rurales se han reducido; algunas han tenido que cerrar. La reacción de los normalistas de Ayotzinapa, una escuela con larga tradición de lucha, ha sido la protesta dura para evitar perder lo poco que tienen. Sus prácticas podrán ser reprobables para muchos, pero es lo que ellos consideran necesario para romper la cerrazón gubernamental. Y hoy esa cerrazón no sólo les niega la posibilidad de mejorar su condición de vida: en alianza con el crimen, les han negado la vida misma.
Todos los caminos de este sistema en descomposición conducen a Ayotzinapa. Un caso que es un símbolo de todo lo que huele a podrido en México. Ojalá que la conciencia que ha despertado Ayotzinapa lo convierta en el símbolo del profundo cambio que requiere este país.
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