¿Qué hacen los presidentes de la República cuando abandonan el poder? ¿Cómo se preparan, si acaso, para dejar de serlo? Durante mucho tiempo se impuso en el sistema político mexicano la regla del silencio de los expresidentes. Como jefes de Estado gozaban de facultades excesivas (la mayor: escoger a su sucesor), pero éstas tenían un límite muy claro: la conclusión de su gobierno.
Quizá este mandato de silencio tuvo su origen en la experiencia del Maximato, cuando después del asesinato del Caudillo, Plutarco Elías Calles mangoneó a quienes ocupaban la Presidencia de la República. Con mayor o menor grado de docilidad, Emilio Portes Gil, Pascual Ortiz Rubio, Abelardo L. Rodríguez y Lázaro Cárdenas se sometieron a Calles, hasta que el michoacano se sacudió de Calles y los callistas. Fue, pues, a partir del general Cárdenas que los expresidentes asumieron la regla no escrita de la sensatez y la reserva.
Sería hasta la segunda mitad de los años setenta, durante el gobierno de José López Portillo, cuando Luis Echeverría intentó reeditar el Maximato. Para ello, impuso a Porfirio Muñoz Ledo y Augusto Gómez Villanueva en posiciones clave y, poco tiempo después, abrió la boca. Dos libros de la autoría de Luis Suárez ("Echeverría rompe el silencio" y "Echeverría en el sexenio de López Portillo") le colmaron el plato al entonces presidente: sacó del gabinete a Muñoz Ledo (titular de la SEP) y Gómez Villanueva dejó el liderazgo en la Cámara de Diputados a cambio de la embajada en Italia. No fue todo, al mismo Echeverría lo nombró embajador en las islas Fidji.
Ni López Portillo -muy ocupado en sus pasiones y frivolidades- ni Miguel de la Madrid o Ernesto Zedillo quisieron o pudieron construir grupos políticos que les permitieran mantener influencia en los siguientes gobiernos. En contraste, tanto Echeverría como Carlos Salinas de Gortari tejieron a lo largo de su trayectoria política una densa red de aliados. La de Salinas alcanza prácticamente todas las esferas de la vida pública: la economía y las finanzas, los medios de comunicación, el sindicalismo, la Iglesia Católica…
Al concluir su mandato, tal era la apuesta, lo sucedería Luis Donaldo Colosio y, después, Jaime Serra Puche. Pero su proyecto trans-milenario se frustró con el asesinato de quien había sido su hechura y creación.
Tras el accidentado fin de su administración, Salinas cultivó dos obsesiones: liberar a su hermano Raúl y lograr que la historia reconociera sus afanes por modernizar a México. Ya logró lo primero, le falta lo segundo. A ello responde, no parece haber duda, su polémica reaparición en los medios.
Contrario a lo que afirman algunos, Salinas no "está de regreso" por la razón de que nunca se fue. Mientras tanto, otro expresidente priista vive enclaustrado, por mandato judicial, soportando los fantasmas del 68 en su casa de San Jerónimo; y el doctor Zedillo, nuestro "presidente accidental", juega en las ligas mayores como académico y consejero de grandes corporaciones.
Pero están, asimismo, los dos exmandatarios panistas. Fox sigue fiel a su espejo diario: su condición de provocador, su locuacidad, sus ocurrencias... Hace unos días reunió a algunos miembros del célebre gabinetazo. Al ranchero fracasado -su negocio estaba al punto de la quiebra cuando lo salvó la política-, su paso por el poder le permitió revivir las antiguas glorias de la heredad familiar. El hombre que nunca tuvo una ideología, dice que ya las dejó y vuelve a lo suyo: a sus obsesiones como emprendedor de clase mundial (marihuana, petróleo), al bullying político (cazador cazado), a maltratar a sus viejos adversarios (ahora propone "jubilar" a Andrés Manuel).
El otro panista, Felipe Calderón, hombre de partido que pudo derrotar a Fox pero no imponerle al PAN candidato presidencial, sigue enfrentando condiciones adversas. Hoy, uno de sus fieles, Germán Martínez, está con Gustavo Madero, enemigo jurado de los calderonistas. ¿Qué va a hacer Calderón una vez que concluya su período en Harvard? Su nueva Fundación tiene toda la pinta de instrumento para administrar la posteridad.
Terrible panorama de los que (nunca) se fueron. Porque todos, o casi todos, terminaron su gestión repudiados por sus abusos, déficit o excesos. ¿Cuántos expresidentes podrían hacer lo que don Adolfo Ruiz Cortines: caminar por las calles, tomar un café y jugar dominó con sus amigos en La Parroquia?
(Presidente del Grupo Consultor Interdisciplinario)