Mi primera maestra fue mamá. Sufrida, terca, abnegada, incondicional, memoriosa; multiplicadora de panes y de peces, pero incapaz de caminar sobre el agua. Graciosa, melodiosa; en fin; mamá Osa nunca ha sentido el impulso de la ambición ni el de la curiosidad. Mujer de pequeños asuntos, los momentos más intensos de su vida los generaron las infidelidades de papá. De mamá aprendí todo lo que yo no quería ser. Mi rebeldía, la soberbia, la insolencia, el coraje; son atributos que desarrollé bajo el carácter dictatorial de mi padre. "Si puedo con papá, puedo con la vida", decidí alguna vez. De un viejo contrahecho y feo que debía impartir clase de contabilidad; escuché por primera vez hablar de Homero y de la odisea que emprendemos cada mañana hacia la vida que sabrá Dios en qué isla nos deje varados.
El viejo maestro que a pesar de su condición de contable admiraba a Constantino Cavafis, no perdía oportunidad de compartir con nosotras su poesía favorita. Con una voz profunda y melodiosa que no correspondía a su fealdad, leía: "Ruega que tu viaje sea largo/ lleno de mañanas de verano/ en el que con mucho placer y mucho gozo/ eches el ancla en puertos que no habías visto/ curiosea en mercados fenicios/ para comprar tesoros exquisitos -madreperla, coral, ébano, ámbar/ y toda suerte de perfumes sensuales/ Visita muchas ciudades egipcias/ contenta de sentarte a los pies de los sabios/ ansiosa y dispuesta a recibir el saber/.
Escuchando al maestro, las adolescentes que éramos por entonces, afirmamos nuestro derecho a la sensualidad, al gozo y a la curiosidad de ver el mundo. Que mi agradecimiento lo alcance en el paraíso, maestro. Alguna tarde somnolienta allá en mi escuela pueblerina, una bendita monja pretendía que yo transcribiera en taquigrafía lo que ella dictaba con evidente disfrute: "Yo sé un himno gigante y extraño/ que anuncia en la noche del alma una aurora…/ leía saboreando, disfrutando cada sílaba. Nunca aprendí taquigrafía, pero mi corazón aún agradece el exquisito gusto de aquella monja que me descubrió a Gustavo Adolfo Bécquer.
En mi inquietud de aprender me le pegué a Magda; otra inolvidable maestra a quien la precoz maternidad cortó de cuajo sus sueños universitarios y la dejó por muchísimos años varada en los afanes domésticos. Pero como nada es para siempre, un buen día, Magda se inscribió en la preparatoria y fue condiscípula de su hijo menor. Campechaneando el trabajo y los libros; cuando consiguió licenciarse en Letras Hispánicas era ya abuela de dos chiquillos. Fue la aguerrida Magda quien me puso al tanto de mis atributos de Cronopio: "Baila Tregua y baila Catala aunque con tu danza se irriten las Esperanzas"; me aconsejó.
Y en la danza andaba cuando en una de tantas encrucijadas en las que me ha arrinconado la vida, apareció al rescate María; otra maestra prodigiosa: "Ya está bien de letras, ahora tendrás que ocuparte de los números", me aleccionó y pues ni modo, ante la necesidad de ser productiva tuve que aprender a sumar. Menos mal que no fue por mucho tiempo ya que los números siempre me han provocado vértigo.
De mis hijos, severos maestros, recibo todos los días un intenso entrenamiento en humildad y paciencia; y de la Poniatowska, sólo los buenos modos porque la férrea disciplina con que ella trabaja es para mí un imposible.
Fernando Sabater no se ha enterado de que soy su discípula. Algún día tendré la oportunidad de decirle que a través de sus libros he descubierto que el objetivo de la inteligencia es conservar la alegría frente a las asechanzas de la muerte. Que la curiosidad y el estudio sirven para hacernos más sonrientes, más amables (o sea, dignos de ser amados) seres humanos mejor acabados. Que los héroes ríen siempre: se ríen de lo necesario, pero se ríen también de su desventura y hasta de su desconsuelo; y que juegan sin cesar porque jugar y reír es lo humanamente sano.
Del flujo de sus mareas y sus agujeros negros, he recibido de la vida las lecciones más difíciles de aprehender: aceptar la enfermedad, la soledad y la muerte.
Alerta como estoy siempre para descubrir a quien pueda enseñarme algo; de Ema Rizo, que con aquella risa que era como un manantial le pidió a su nieta: anda tonta, en lugar de llorar enciéndele el último cigarro a tu abuela moribunda; de ella aprendí a bien morir; aunque la verdad es que llegado el momento aún no sé si me decida.
Finalmente, los beneficiarios de lo mucho o poco que he podido aprehender de mis maestros; han sido mis dos Querubines. Hombres niños a quienes con amor de madre e impaciencia de madrastra, tuve que llevar de la mano por el filo vertiginoso de la conyugalidad.
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