Esto es inaudito. Un violador sexual se apodera de una ciudad sin que nada ni nadie pueda, hasta el momento, detenerlo en sus fechorías, Por ahí anda enredado en su mente truculenta sufriendo sus propias penurias mentales. Los sabuesos encargados de seguirle la pista padecen de catarro crónico, no logran dar con su paradero. Lo rastrean aquí, lo olfatean por allá y niguas. Se esfumó atravesando paredes. No vaya a resultar, digo yo, que se trate de un pelafustán que ya esté tras de las rejas y sólo sale por la noche, despacito y a tus brazos, vida mía. Esto es, como ocurrió en una de las ciudades vecinas donde unos facinerosos estaban encarcelados, pero la alcaidesa encargada de la prisión les permitía abandonar transitoriamente su encierro para que delinquieran,
Aunque ustedes no están para saberlo, les diré que en la década de los sesenta fue detenido aquí en Torreón un torvo sujeto cuya mente retorcida se equiparaba a la del tristemente célebre Jack, apodado el Destripador, que hacía de las suyas en las oscuras calles londinenses. Atacaba prostitutas rebanándoles el vientre sin que jamás se supiera su identidad pues Scotland Yard apenas inició sus pesquisas él desapareció para siempre sin dejar más huella de su paso que las desolladas víctimas a las que ni el perspicaz Sherlock Holmes, de ser un personaje real y no de ficción, podría haber aprehendido.
El de por acá fue detenido en plena "faena" por agentes de las comisiones de seguridad poniéndolo a disposición del juzgado penal a mi cargo.
Llevado el proceso legal, demostrada plenamente su culpabilidad recibí la solicitud del reo de ser escuchado en audiencia en uno de los locutorios. Era un hombre bastante joven que frisaba a lo más en una treintena de años, de rostro anguloso, a simple vista no se notaba fuera un pervertido. Sin mirarme, separado por una reja asistido por Velia Calderón, secretaria del Juzgado, me hizo un breve relato del porqué de su depravación y terminó con una inusitada petición: dijo estar arrepentido de su mal proceder y me pedía no lo soltara.
Quería purgar la sodomía que lo llevó a prisión y tenía el temor de volver a las andadas clavando la hoja de su navaja en la espalda de la suripanta que le tocara. Disfrutaba sentir las pulsaciones de sus víctimas, como diría elegantemente el maestro Francisco González de la Vega, por vaso no idóneo.
Le impusimos treinta años de prisión, que era la pena máxima en aquel entonces. De menos merecía cadena perpetua.
Un año después dejé el cargo de juez, no sé qué pasaría con el delincuente sexual. Creo ahora al través de los años transcurridos de que en vez de una crujía se hubiese requerido internarlo en un pabellón siquiátrico, pues esas fijaciones mentales provienen de experiencias infantiles, que quedan atrás, pero nunca se dejan. Los sitios que conoció no pertenecen a este mundo, donde los situaba, el recordar una determinada imagen no es sino echar de menos un instante, ya pasado y siendo las alegrías y las tristezas tan fugitivas como la vida misma, nada queda por decir. Locos o cuerdos tarde que temprano el viento los llevará consigo, a todos por igual.