EL MÉDICO Y EL SACERDOTE
El Evangelio de San Lucas nos dejó constancia de un detalle entrañable de Cristo: curaba a los enfermos imponiendo sus manos sobre cada uno. Jesús se fija atentamente en cada uno de los enfermos y les dedica toda su atención, porque cada persona, y de modo especial la persona que sufre, es muy importante para Él. Cada hombre es siempre bien recibido por Jesús, que tiene un corazón compasivo y misericordioso para con todos, singularmente para aquéllos que se encuentran graves o a punto de morir.
Curó a los enfermos, consoló a los afligidos, liberó a los hombres de la sordera, de la ceguera, de la lepra, de diversas disfunciones físicas, y tres veces devolvió la vida a los muertos. Era sensible a todo sufrimiento humano, tanto al del cuerpo como al del alma. Nosotros, que queremos ser fieles discípulos de Cristo, debemos aprender de Él a tratar y a amar a los enfermos.
No podemos dejar de sentir misericordia cuando vemos en la calle a un hombre o a una mujer sin una pierna o que carece de vista. No podemos sentir indiferencia cuando vemos a dos personas de una misma familia que se abrazan hundidos en el llanto después de recibir la mala noticia de que un hijo pequeño de uno de los dos tiene leucemia y está muriendo.
Los Evangelios no se cansan de ponderar el amor y la misericordia de Jesús con los dolientes y sus constantes curaciones de enfermos. En el trato con los que padecen y sufren enfermedades se hacen realidad las palabras del Señor: "lo que hicisteis con uno de éstos, mis hermanos más pequeños (los que más sufren), por mí lo hicisteis". El Maestro no huye de las dolencias tenidas por contagiosas y más desagradables como cuando sanó al leproso de Cafarnaún, a quien podía haber curado a distancia, se le acercó y, tocándolo, le curó.
Los sanatorios y los hospitales están llenos de gente que sufre. Desde su lecho de dolor todos ellos imploran compasión y misericordia porque sus padecimientos son insoportables, las quimioterapias destructivas y las diálisis horrorosas. Por eso lloran y se angustian cuando el doctor les dice que su cáncer hizo metástasis, o cuando fríamente se les comunica que su enfermedad ya no tiene remedio. Aquí es donde el médico y el sacerdote deberán tener sensibilidad para acompañar y guiar al enfermo, poniéndose en su lugar. Y nosotros los enfermos, no debemos en estos momentos difíciles soltarnos de la mano de Jesucristo. Cuanto más dolorosa sea la enfermedad y su pronóstico más grave, más amor a Él necesitamos tener. Y si tenemos a Cristo, mayores gracias de Dios recibiremos.
Cuando visitamos a un enfermo, no estamos como cumpliendo un deber de cortesía (¡qué error tan grande decir que visitamos a un enfermo para "cumplir" con él o con su familia!); por el contrario, hacemos nuestro su dolor, animándolo y prometiendo incluirlo en nuestras oraciones para obtener su sanación. Cuando visitamos a una persona enferma, hacemos el mundo más humano, nos acercamos al corazón del hombre, a la vez que derramamos sobre él la caridad de Cristo, que Él mismo pone en nuestro corazón.
En la ciudad, tenemos personas excelentes que practican la medicina como una vocación, que luchan hasta el final para salvar la vida de sus enfermos, y que ponen todos sus conocimientos para sanarlos. Sin embargo, en ciertas ocasiones escucho decir a algunas personas que su familiar falleció por negligencia médica. Si un médico no está preparado para realizar una operación quirúrgica, es mejor que no la haga. Otro problema que observo es que algunos doctores tienen la costumbre de "convocar a sus colegas" -a pesar de no ser necesario- cuando llega un enfermo que tiene "seguro médico", para que después ellos hagan lo mismo con su persona y de esa manera tener mayores ingresos económicos. El lucro desmedido y fuera de toda vocación médica no debe de invadir el ejercicio de la medicina.
Y si hablamos de los sacerdotes a los que se les busca para asistir espiritualmente a un enfermo grave o a un moribundo, esperamos que jamás acudan por la gratificación que reciben. Nuestro Señor caminaba a pie enormes distancias para sanar a los enfermos y jamás pidió remuneración alguna por sus actos. Queremos sacerdotes santos, humildes, desprendidos, que visiten hospitales, que se arriesguen, que consuelen a los que están sufriendo y que den esperanza al que la ha perdido.
Cuando a una persona se le dice que tiene cáncer, generalmente se frustra, pierde todo el entusiasmo por la vida, se desmorona, se angustia y únicamente ve la muerte como destino próximo. Siente que es un estorbo, que ya no produce ingresos económicos, que la familia lo hizo a un lado, y que le ocultan las cosas importantes que suceden en el exterior. Todo esto acontece cuando falta la caridad para los que amamos, sin embargo, lo que no puede hacer el cáncer con nuestra persona es: No puede dañar mi capacidad de amar; no puede perturbar mi esperanza; no puede corroer mi fe; no puede destruir mi paz; no puede matar los lazos de sincera amistad que tengo con otras personas; no puede suprimir mis recuerdos; no puede silenciar mi valor; no puede invadir mi alma; no puede robarme la posibilidad de alcanzar la vida eterna; no puede conquistar ni apoderarse de mi espíritu.
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