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LA ESPERANZA DEL CIELO

Jacobo Zarzar Gidi

Debido a la gran falta de fe que impera en el mundo, cada vez se nota un menor entusiasmo por llegar al Cielo y permanecer para siempre con Jesucristo a quien amamos a medias. Es más, mucha gente ni siquiera cree firmemente en la existencia de la Vida Eterna.

Del trato habitual con Nuestro Señor, si es que lo tenemos, nace el deseo de encontrarnos con Él. La fe lima muchas asperezas de la muerte. A la hora del temor y de la desesperación que nos induce a flaquear, pensar en el Cielo nos ayuda a soportar dolores y tribulaciones, angustias y oscuridades. Elevemos el alma de los creyentes al Cielo, a sabiendas de que el amor de Dios nos espera.

Es muy difícil describir con palabras ese sitio del que el ser humano casi no habla. Sabemos que los bienaventurados estarán con Cristo y verán a Dios; promesa y misterio admirables en lo que consiste esencialmente nuestra esperanza. "La eterna bienaventuranza" que nos llena de dicha y que debemos tener todos los días presente es una de las verdades que con más insistencia predicó Nuestro Señor: "La voluntad de mi Padre, que me ha enviado, es que yo no pierda a ninguno de los que me ha dado, sino que los resucite a todos en el último día. Por lo tanto, la voluntad de mi Padre… es que todo aquél que ve al Hijo, y cree en Él, tenga vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día".

"La bienaventuranza eterna" es comparada a un banquete que Dios prepara para todos los hombres, en el que quedarán saciadas todas las ansias de felicidad que lleva en el corazón el ser humano. Pero, muchas personas desgraciadamente no creen en esto, están convencidas que todo se termina con la muerte, creen firmemente que más allá se encuentra la nada absoluta y que no tiene caso ni siquiera amar a un Dios del que "no tenemos pruebas de que existe".

Pensemos brevemente en lo que será el Cielo: "Ni ojo vio, no oído oyó, ni pasó a hombre por pensamiento cuáles cosas tiene Dios preparadas para los que le aman". Si meditáramos en esas hermosas palabras del Apóstol San Pablo, ¿qué temor podríamos tener a nuestro momento supremo?

Además del inmenso gozo de contemplar a Dios, existe algo adicional que nos llenará de gran alegría: Tendremos la compañía de las personas justas que más hemos querido en este mundo: familiares y amigos por los que tanto lloramos cuando partieron a la vida eterna. Y algo más que en estos momentos nos podrá parecer imposible, pero que para Dios no lo hay: tendremos la gloria de nuestros cuerpos resucitados, porque nuestro cuerpo será específicamente idéntico al terreno pero ya revestido de incorruptibilidad e inmortalidad. Este mismo cuerpo que tal vez en los últimos años nos dio tantos problemas de salud y exceso de achaques, aunque se haya reducido a polvo o cenizas, habrá de resucitar. Para Dios no hay imposibles. San Agustín nos lo dice: "Resucitará esta carne, la misma que muere y es sepultada". Tendremos el mismo cuerpo, pero revestido de gloria y esplendor, siempre y cuando hayamos sido fieles.

Nuestros cuerpos en el Cielo tendrán características diferentes de las actuales, pero seguirán siendo cuerpos y ocuparán un lugar. Muchos sacerdotes afirman con mucha seguridad que el cielo "no es un lugar". No sabemos dónde se encuentra, pero Nuestro Señor Jesucristo nos dijo que nos prepararía "un lugar", y yo le creo. ¡Qué dicha pensar que no todo se termina cuando finalicen nuestros días aquí en la Tierra! ¡Qué dicha pensar que después de tanto batallar y sufrir en este mundo tenemos la oportunidad -si nosotros la queremos aprovechar- de ser felices durante una eternidad!

Para conseguirlo, aumentemos diariamente nuestro amor a Dios como lo hizo en vida San Felipe Neri (1515-1595). Hablando de la felicidad, nos dijo este gran santo: "el hombre busca la felicidad, pero nada de este mundo puede dársela. La felicidad es el fruto sobrenatural de la presencia de Dios en el alma. Es la felicidad de los santos. Ellos la viven en las más adversas circunstancias y nada ni nadie se las puede quitar".

Por las tardes, San Felipe Neri se retiraba a la soledad en las catacumbas de San Sebastián, y varias veces al estar rezando se elevó más de ochenta centímetros del suelo. En la víspera de Pentecostés de 1544, se hallaba ahí, pidiendo los dones del Espíritu Santo, cuando vio venir del cielo un globo de fuego que penetró en su boca y se dilató en su pecho. El santo se sintió poseído por un amor de Dios tan enorme, que parecía ahogarle; cayó al suelo y exclamó con acento de dolor: ¡Basta, Señor, basta! ¡No puedo soportarlo más! Cuando recuperó plenamente la conciencia, descubrió que su pecho estaba hinchado, teniendo un bulto del tamaño de un puño; pero jamás le causó dolor alguno. Años después, tras su muerte, la autopsia del cadáver del santo reveló que tenía dos costillas rotas y que éstas se habían arqueado para dejar más sitio al corazón, ese corazón que tanto amó a Jesucristo y que ya no le cabía en el pecho.

jacobozarzar@yahoo.com

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