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Jacobo Zarzar Gidi

EL HERMANO ENVIDIOSO

En la hermosa parábola del Hijo Pródigo aparece un segundo personaje que vale la pena mencionar. Me refiero al hermano mayor que se encontraba en el campo trabajando cuando el hermano menor regresa a la casa de su padre. Al entrar, "oyó la música y los coros y, llamando a uno de los criados, le preguntó qué era aquello". Un mal presentimiento cruzó por su cabeza, un pensamiento que indirectamente le causó un disgusto y de inmediato lo encolerizó. Sabía que su padre se había pasado los últimos años llorando la ausencia de su hermano menor, que su corazón estaba destrozado y que en casa únicamente se escuchaban lamentos. Sabía que su padre diariamente se asomaba a la ventana, y forzando la vista en lontananza, buscaba con desesperación el regreso del hijo que había perdido. Y ahora esos cantos y esa música... no eran normales, a no ser que hubiera regresado su hermano. Aquel hermano suyo que dilapidó toda la herencia con mujeres de mala nota, que no le importó dejarle a él todo el trabajo del campo y de la casa, que jamás envió un mensajero para informar dónde se encontraba, que se desentendió de la precaria salud de su padre que en los últimos años había decaído.

Pero, la realidad de todo era que en el fondo, aquel hombre siempre envidió "la libertad" de su hermano menor, las aventuras que pasó con mujeres desconocidas, la ligereza de sus actos que aparentemente no lo comprometían, los sitios que visitó, y el no tener la responsabilidad de hacerle frente al trabajo del campo que siempre ha sido agotador. Así es como, a veces, el justo envidia al pecador.

Y no quería entrar. Se enfadó. No le parecía correcto permanecer en casa al mismo tiempo que el intruso -que en definitiva, ahora se presentaba a robarle su parte de la herencia, después de haber gastado la propia. Nadie lo excluía, y sin embargo, no deseaba participar del banquete. Necesitaba hablar con su padre para aclarar muchas cosas, para reclamarle su proceder benévolo al estar recibiendo al hijo ingrato con alegría. Decirle con toda claridad que lo arrojara cuanto antes del hogar. Gritarle al oído que ellos no podían mezclarse con una persona así, pecadora, promiscua, harapienta y sucia.

"Hace ya tantos años que te sirvo sin jamás haber traspasado uno solo de tus mandatos y nunca me diste un cabrito para hacer una fiesta con mis amigos, y al venir este hijo tuyo, que ha consumido su fortuna con meretrices, le matas un becerro cebado". Es el momento de los reproches ocultos y escondidos durante tanto tiempo, que salen ahora a la luz. Hace mención de lo que es "un deber," y le reclama a su padre como si al permanecer junto a él "le hubiera hecho un favor". Al decirle "este hijo tuyo", ni siquiera lo reconoce como su hermano. Un hermano al que jamás fue a buscar, como correspondería a todo aquél que siente un deber fraternal. En el tono de sus palabras se descubre la envidia callada de sus "ocultos deseos no saciados", no porque sea mejor que su hermano, sino porque no tiene el valor para aceptar que los tiene. El hermano mayor es un hombre trabajador, que ha servido siempre sin salir fuera de los límites de la finca; pero sin alegría, sin entusiasmo, arrogante, ensimismado, soberbio, engreído. Ha servido a su padre porque no tenía otra alternativa, porque así se presentaron las cosas, y con el tiempo se le ha empequeñecido el corazón. Fue perdiendo el sentido de la caridad mientras servía. ¡Qué contraste entre el corazón magnánimo del padre y la mezquindad de este hijo mayor! Su ceguera no le permite apreciar que servir a Dios y gozar de su presencia, es una fiesta continua, y ninguna otra cosa más necesitamos para ser felices.

"Hijo, tú estás siempre conmigo. ¿Te parece poco don mi compañía? No sólo un cabrito, sino todo lo mío es tuyo permanentemente. Mas era preciso hacer fiesta porque éste tu hermano estaba muerto y ha vuelto a la vida, se había perdido y ha sido hallado". Después de haber garantizado verbalmente al hijo mayor, que todos sus bienes también le pertenecían, éste se tranquiliza, se queda callado y toma le decisión de entrar a la casa para participar del banquete.

En esta parábola, el padre misericordioso es el único que verdaderamente ama. Los hijos, son como cualquiera de nosotros, que estamos llenos de rencores, de envidias, de recelos, de reclamos y de intereses mezquinos. Como cualquiera de nosotros, que permanecemos confundidos por nuestras propias miserias, que siempre queremos cobrar la factura de nuestros actos, porque pensamos que hacemos un favor al cumplir diariamente con nuestro deber. El padre es el único que ama, los demás se mueven en busca de sus propios intereses. El hermano pequeño regresa movido más por el hambre, la miseria y la soledad, que por el amor. El mayor, entró a la casa después de la insistencia del padre y de haberle ofrecido amplias garantías. ¿Acaso ningún ser humano puede amar desinteresadamente? Dios espera de nosotros una entrega desinteresada, constante y alegre, no de mala gana ni forzada, pues el Señor ama a quien da con alegría. El Señor espera que lo amemos con delicadeza y que le estemos siempre agradecidos por haber sido el mejor de los Padres.

Después de reflexionar en la parábola del Hijo Pródigo, yo quisiera saber, y me pregunto ¿si amamos verdaderamente a Dios? Y si lo amamos, ¿cuál es el motivo que nos provoca ese sentimiento? Lo queremos ¿porque nos ha dado la vida, o porque hemos heredado ciertos principios morales entre los cuales se encuentra incluido, o porque nos ha curado de alguna enfermedad, o porque se nos ha hecho una costumbre, o por miedo a la muerte, o por temor a los infiernos? Muchas veces ni siquiera sabemos por qué lo queremos... Dios es el único que merece ser amado de un modo absoluto y sin condiciones; todo lo demás debe serlo en la medida en que es amado por Dios.

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