El amor es un sentimiento del cual no podemos desligarnos a pesar de lo endurecido que tengamos el corazón. A través de la historia, el hombre ha estado acompañado por esas ansias de amar y ser amado. Muchas veces entregamos a nuestros seres queridos únicamente las sobras de ese amor que Dios nos ha permitido tener. El egoísmo y la frialdad nos impiden ser generosos con esos semejantes que esperan el gesto amable y la sonrisa espontánea.
El sentir amor y saber expresarlo, es un don que no todos tienen. Aparentemente es más sencillo y cómodo el ser fríos con la gente y mantenernos aislados para no tener problemas, pero no nos damos cuenta que ese supuesto riesgo que tenemos al tomar en cuenta a nuestro prójimo, deja de ser considerado riesgo, transformándose en una deliciosa entrega que va íntimamente ligada a nuestra naturaleza humana y que arrastra grandes satisfacciones.
Hace varios años, llegó un señor al consultorio de un psicólogo en los Estados Unidos y le confesó que acababa de morir su esposa la noche anterior. No sabía cómo enterrarla, porque siempre le había pedido a él que le comprase un vestido rojo, y nunca quiso acceder a esa petición. "¿Usted cree doctor, que ahora que ha muerto, deba yo enterrarla con ese vestido rojo que tanto me pidió?". "Imbécil" -le contestó el profesionista-, "¿ahora ya para qué?" Esta anécdota que me impresionó mucho hace tiempo, marca con claridad el gran apego a la verdad que tienen las palabras de la escritora Anamaría Rabatté cuando nos recuerda con ternura y a la vez con precisión la sentencia de su escrito: En vida hermano, en vida.
Es bueno aclarar, que para recibir el amor de los demás, debemos oportunamente sembrar y en forma posterior abandonar la vida para finalmente cosechar. Nada vendrá gratuitamente, a pesar de que esto no se debe de buscar por interés. El amor a nuestros seres queridos y a nuestras amistades, nace cuando nos decidimos a dar, sin esperar recibir. ¡Pobre de aquél que ofrece atenciones y simula querer, para que lo atiendan y lo quieran!
Desde el punto de vista religioso no debemos confundir, ni darle más importancia al segundo mandamiento que al primero. El primero es sin lugar a dudas más importante que el segundo, es por ello que primero habremos de amar a Dios sobre todas las cosas y después amaremos con sinceridad a nuestro prójimo como a nosotros mismos. En algunas iglesias desgraciadamente se confunde el orden y la primacía del primer mandamiento y únicamente se habla del segundo, convirtiéndose casi en una idolatría.
Ojalá comprendiéramos esto, para no desvirtuar los valores que se nos marcaron hace dos mil años.
El amor no se vende, ni se compra, no se comercializa, ni se condiciona, se entrega con delicadeza y constancia, con ternura y sin presunciones. El verdadero amor es silencioso, desprendido, sin exigencias, rico en detalles y fresco al igual que las auroras.
Algunas hijas casadas visitan de vez en cuando a su madre que por viudez, divorcio o abandono, se encuentra enferma y en la más completa soledad. Al hacerlo, le llevan únicamente las sobras de su comida y no se dan cuenta de la extrema pobreza que padece. Debemos de comprender que para algunos la vida ha sido regalo y para otros constantes luchas sin tregua. El don de la comprensión para nuestros semejantes que sufren por un motivo u otro no debe de perderse, además no sabemos el día en que habremos de necesitar con urgencia que un alma caritativa escuche nuestro dolor y sane las heridas de aquella terrible soledad que padecemos.
Cuando tengas un mal momento y en tu vida no encuentres camino seguro para avanzar, pídele a Dios que te dé amor y todo, absolutamente todo, se te resolverá.