"Fueron, pues, los soldados y quebraron las piernas del primero y del otro crucificado con él. Pero al llegar a Jesús, como le vieron ya muerto, no le quebraron las piernas, sino que uno de los soldados le atravesó el costado con una lanza y al instante salió sangre y agua...".
San Juan 19, 32-34
Al este de Roma, en la provincia de Chieti, a 10 kilómetros del Adriático, se encuentra la ciudad de Lanciano. Alrededor del año setecientos de la Era Cristiana, en el Monasterio de San Legonciano, de esa ciudad, habitado entonces por monjes de San Basilio, había un monje no muy firme en su fe, versado en las ciencias del mundo pero desconocedor de la ciencia de Dios quien, día a día, dudaba que la hostia consagrada fuera el Cuerpo de Cristo, y de que el vino consagrado fuera Su Sangre. No obstante, por la gracia de la constante oración, no fue abandonado y en una ocasión en que suplicó a Dios que arrancara de su corazón esa herida que continuaba lacerando su alma, el Ser más amable, el Padre de misericordia y de todo consuelo, se dignó rescatarlo de la espesa niebla en que estaba sumido, concediéndole una gracia semejante a la que otorgó una vez a Santo Tomás Apóstol.
Una mañana, a mitad del Santo Sacrificio y después de haber pronunciado las santas palabras de la consagración, hallándose más hundido que nunca en su persistente error, vio que el pan se convertía en Carne, y el vino en Sangre. Amedrentado y confuso ante tan grande prodigio, permaneció como transportado en un éxtasis divino pero, finalmente, cuando el miedo dejó paso a la íntima felicidad que llenaba su alma, con una expresión dichosa, aunque bañado el rostro de lágrimas, se volvió hacia los asistentes y les dijo: "Oh, testigos afortunados, a quienes para confundir mi incredulidad Dios bendito ha deseado manifestarse en el Santísimo Sacramento, haciéndose visible a nuestros ojos. Venid, hermanos, y maravillaos ante nuestro Dios tan próximo a nosotros. Contemplad la Carne y la Sangre de nuestro amadísimo Cristo". A estas palabras, los fieles acudieron presurosos al Altar, impacientes y devotos, y completamente aterrorizados comenzaron a pedir misericordia con lágrimas en los ojos.
La noticia de tan extraordinario y singular prodigio corrió por toda la ciudad, y jóvenes y viejos se congregaron de prisa, haciendo actos de contrición. Algunos confundidos, invocaban la Divina Misericordia; otros, entre susurros y suspiros entrecortados, se reconocían indignos de contemplar tan preciosos tesoros; algunos más, con un silencio tácito y reverente, se quedaban maravillados y atónitos, alababan a Dios y le agradecían que se hubiese dignado mostrar ante los mortales, Su Majestad imperecedera. Cuando cesaron las plegarias, los jefes de la ciudad mandaron hacer un bellísimo tabernáculo de marfil en el que se conservó tan excelsa reliquia casi hasta nuestros días. Después fue colocada en un vaso de plata muy bello, en forma de cáliz y, finalmente, en uno preciosísimo de cristal de roca, en donde aún se conserva.
Los glóbulos de sangre son cinco en número, diferentes y variados en tamaño pero, no obstante, por inspiración divina y quizá para confundir a algún incrédulo, habiendo sido pesados en la báscula que se pidió al Arzobispo Fray Antonio de San Miguel, se encontró que uno pesaba igual que todos; dos, lo mismo que tres y el más pequeño lo mismo que el más grande. La Hostia de Carne, que ha conservado las dimensiones de la Hostia Grande original, tiene una apariencia fibrosa y de color café, que se vuelve rojizo claro si se coloca una luz detrás del Ostensorio. La Sangre contenida en el cáliz tiene un color terroso que tira al amarillo o al ocre y consiste en cinco grumos coagulados, el mayor de los cuales está formado por dos fragmentos distintos, unidos el uno al otro. Su peso total es de 16 gramos y 505 miligramos, distribuidos así: 8 gramos; 2.45 gramos; 2.85 gramos; 2.05 gramos; 1.15 gramos y 5 miligramos de sangre hecha polvo.
La ciudad de Lanciano donde aconteció este hecho milagroso, cuenta con una tradición específica ligada a la Sangre de Jesucristo. Según la tradición, Longinos, el centurión romano que traspasó con una lanza el costado de Cristo ya muerto, era originario de Lanciano. Él había sido enviado a Palestina y le correspondió permanecer bajo la cruz cuando Nuestro Señor expiró. Su vista era escasa, pero la recuperó después de tocarse los ojos con su mano teñida con la sangre de Cristo. A consecuencia de esto, se convirtió al Cristianismo y murió mártir. San Longinos siempre fue venerado de manera especial por los lancianeses en la provincia de Chieti, donde se conservan algunas de sus reliquias.
Del estudio histológico de la Carne del Milagro Eucarístico de Lanciano, se desprende que la "Carne" que se ha examinado está formada por tejido muscular estriado del miocardio. El examen cromatográfico demuestra que la materia sólida definida como la Sangre del Milagro de Lanciano, es verdaderamente sangre. Posteriores análisis determinaron que la Sangre y la Carne del Milagro Eucarístico de Lanciano pertenecen al tipo de sangre A B. Es pertinente hacer notar que, la identidad del tipo de Sangre y la Carne pertenecen a la misma persona, o a dos personas diferentes con el mismo tipo de sangre. La Sangre del Milagro Eucarístico de Lanciano contiene los minerales: cloruros, fósforo, magnesio, potasio y sodio que se encuentran en cualquier muestra de sangre humana normal desecada.
Existen sobradas razones para considerar el Milagro Eucarístico de Lanciano como otra señal en la que se manifiesta ese mundo conflictivo y misterioso en el cual redescubrimos a Dios y nos enfrentamos a nuestra conciencia. Por el materialismo en el cual vivimos, y por la abundancia del pecado, se nos dificulta conceptualizar al Dios infinito, o a ese gran misterio que está vivo y que se eleva por encima de toda existencia humana.
¡Lo único que necesitamos es abrir los ojos! Debemos volver a ver con los maravillosos ojos de la fe, para obtener la paz y la alegría personal que nuestro corazón necesita. Este pan y este vino, convertidos en el Cuerpo y en la Sangre de Cristo, deberían ser motivo de profunda meditación y de reflexiones que nos condujeran a pensar seriamente en Dios, fuente mística de oración y de fe en Jesucristo.
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