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Más allá de las palabras

UN TEMOR NOS INVADE

Jacobo Zarzar Gidi

La mayoría de los seres humanos hemos sentido en algún momento de nuestra vida temor a la muerte. Es una espinita que llevamos clavada en el corazón, que nos mortifica y nos quita el sueño, por tratarse de algo desconocido que marca el final de una etapa. Se estima que desde el principio de la era cristiana hasta nuestros días han fallecido 70 mil millones de personas, y sin lugar a dudas, en cierta fecha y a determinada hora, el turno será nuestro.

Muchas veces me he preguntado cómo podemos vivir sin esa preocupación que nos impide permanecer tranquilos. La verdad es que si amáramos verdaderamente a Dios, no tendríamos temor a la muerte. Mientras mayor miedo tengamos, debemos correr más aprisa a los brazos de Nuestro Señor. Si nuestra fe estuviese bien consolidada, podríamos decir como Santa Teresa de Ávila: "Muero porque no muero". Si lo amáramos en forma absoluta, por encima de nuestros padres, cónyuge, hermanos e hijos, y muy por encima de nuestros apegos terrenales, todo sería muy distinto. Lo que sucede es que son muchas las cosas que nos alejan de Dios y como consecuencia lo amamos muy poco. Nos apartan de su presencia: El materialismo, la envidia, la sensualidad, la pornografía, el odio, la vanidad, la codicia, el adulterio, y muchos otros pecados que ofenden al que nos ha dado la vida.

Si tuviésemos una fe verdadera y amáramos a Dios por sobre todas las cosas, no tendríamos temor al estar convencidos de que existe la vida eterna en la cual un Padre amoroso nos espera. Otra frase de Santa Teresa de Ávila nos lo aclara: "¿Quién no temerá, habiendo gastado parte de la vida en no amar a Dios?".

Si verdaderamente amáramos a Dios, seríamos muy felices aquí en la Tierra, preparándonos diariamente para abandonarnos a Él y tener una muerte santa. Jesús nos reveló que los limpios de corazón verán a Dios. Esta visión comienza ya aquí en la Tierra y alcanza su perfección y plenitud en el Cielo. Cuando el corazón se llena de suciedad, se oscurece y desdibuja la figura de Cristo y se empobrece nuestra capacidad de amar.

Mientras llega la hora final de cada uno de nosotros, el Sacramento de la Eucaristía es consuelo y alivio para todo sufrimiento. Nos da fortaleza e incrementa nuestra esperanza. Lo que pasa es que no creemos firmemente que en la Hostia Consagrada se encuentra Jesucristo. El Santo Cura de Ars comentaba que el alma, al salir de esta vida, verá por fin a Aquél que poseía -muchas veces sin valorarlo-, al recibir la Sagrada Eucaristía. Este gran santo relató un día la historia de San Alejo, y saca consecuencias acerca de la Eucaristía. Se cuenta de este santo que un día, oyendo una particular llamada del Señor, dejó su casa y vivió lejos como un humilde pordiosero. Pasados muchos años, regresó a su ciudad natal, flaco y desfigurado por las penitencias y, sin darse a conocer, recibió albergue en el mismo palacio de sus padres. Diecisiete años vivió bajo la escalera. Al morir y ser amortajado su cuerpo, la madre reconoció al hijo y exclamó llena de dolor: "¡Oh, hijo mío, qué tarde te he reconocido…!". Lo mismo puede sucedernos un día cuando tengamos conciencia de la Perla Preciosa que se encuentra oculta en la Hostia Consagrada. ¡Ojalá que no sea demasiado tarde!

Dios nos ama. Ésta es la verdad más consoladora de todas y la que debe tener más resonancias prácticas en nuestra vida, sobre todo cuando sentimos que hemos perdido el rumbo y que hicimos a un lado sus mandamientos. Grandes criminales se han arrepentido y cambiado de vida al darse cuenta que el Señor los ama. Se trata de una relación de Padre a hijo que ni la muerte logrará romper; por el contrario, la volverá más fuerte y más segura. Dios nos ama a todos, a pesar de nuestras innegables miserias, de nuestros pecados y de nuestra falta de fe. ¡Qué fino y generoso es el Señor al pedirnos únicamente que lo amemos para darnos a cambio la vida eterna!

Dios ha de ser nuestro principal amor. Él merece ser amado de un modo absoluto y sin condiciones; todo lo demás debe serlo en la medida en que es amado por Dios. El Señor nos enseña el auténtico amor y nos pide que amemos a la familia y al prójimo, pero ni aun estos amores debemos anteponerlos al amor de Dios que ha de ocupar siempre el primer lugar, porque amando a Dios se enriquecen, crecen y se purifican los demás amores de la Tierra.

Diariamente podemos incrementar nuestro amor a Dios, porque si no lo cuidamos lleva el riesgo de acabarse. El amor a Dios se alimenta de la oración y de los sacramentos, luchando al mismo tiempo contra los defectos personales para mantener viva Su presencia a lo largo del día mientras trabajamos y descansamos. Dios nos ama inmensamente, como si fuésemos su único hijo, no nos abandona jamás en ese duro peregrinar por la tierra, y nos busca cuando por nuestra culpa nos hemos extraviado. Nos tiene paciencia, una paciencia infinita, y a nadie considera irrecuperable. Se trata del Padre misericordioso que sale todos los días al camino para ver si su querido hijo se divisa en lontananza. Al entrar a casa, el caminante que se había extraviado, no encuentra reproche ni castigo. El Señor quiere que su amor prenda en nuestro corazón y provoque un incendio que lo invada todo. Ese amor que Dios nos ofrece, es lo fundamental de nuestra existencia. Lo demás apenas tiene importancia.

Cuando el Señor nos llame al final de nuestra vida, cuando se presente nuestro momento supremo, nos debe encontrar preparados con las manos llenas de obras buenas, abandonados a Su plena voluntad, y no como quien ha vivido de espaldas a Dios, indiferente a las cosas del espíritu, fríos al amor que debió llenar la copa hasta el borde.

jacobozarzar@yahoo.com

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