CON EL DEDO EN LA LLAGA
Esta semana me ha llamado poderosamente la atención una frase de la Madre Teresa de Calcuta que dice así: "Juzgar a la gente toma tanto tiempo que no deja espacio para amarla". En efecto, existe la mala costumbre de juzgar y criticar a las personas sin medir las consecuencias -incluyendo a miembros de la propia familia, y lo peor de todo es que con esa actitud, no hemos dejado espacio para amarlos. Cuando caemos en ese error, etiquetamos a las personas sin misericordia, hablando mal de ellas como si quisiéramos destruirlas, y no tenemos la menor duda de poner el dedo en la llaga preguntando constantemente a sus familiares cosas que duelen, que son personales y que no se deben de preguntar.
En ciertas etapas de la vida nos hace falta tener caridad y es por eso que seguimos dañando a las personas sin tomar en cuenta nuestros propios defectos. La caridad ensancha el corazón y nos permite ver las cualidades que tiene cada uno de nuestros semejantes en lo individual, para resaltarlas, en lugar de hundirlos con nuestra crítica. Si verdaderamente estamos cerca de Dios, aprenderemos a no emitir juicios demoledores que arruinan el prestigio de las personas. ¡Qué difícil es corregirnos de esa mala costumbre que a tantas personas daña diariamente! ¿Lo hacemos por ignorancia, por maldad o por soberbia?
La persona comprensiva vive amablemente abierta hacia los demás, los mira con simpatía y alcanza las profundidades del corazón encontrando la parte de bondad que existe siempre en toda la gente.
El humilde y bien intencionado no se escandaliza y respeta a su prójimo, surgiendo con facilidad la disculpa cuando observa los defectos ajenos. De no ser así, las faltas más pequeñas de los demás se ven aumentadas y se tiende a disminuir y justificar las mayores faltas y errores propios.
La palabra es un gran don y regalo de Dios al hombre, que nos ha de servir para cantar sus alabanzas y para hacer siempre el bien con ella, nunca el mal, por lo tanto no de deberá utilizar con frivolidad. Nos deberá de servir: para evangelizar al amigo; para consolar al que sufre; para enseñar al que no sabe; para corregir amablemente al que yerra; para fortalecer al débil; para levantar a quien ha caído. Nuestras palabras deberán estar siempre encaminadas a llevar paz, esperanza y alegría; no deberán de servir para difamar, ni para calumniar, ni para alterar, ni para escandalizar y mucho menos para enlodar a otras personas con el único fin de sentirnos mejor que ellas.
Nuestro Señor Jesucristo demostró una alta consideración de la palabra y de la conversación en Mateo 12, 36, al decir: "Os digo que de toda palabra ociosa que hablen los hombres darán cuenta en el día del Juicio". Palabra ociosa es aquélla que no se aprovecha ni al que la dice ni al que la escucha, y proviene de un interior vacío completamente empobrecido. Las personas que son descontroladas en el hablar y que no se detienen para hacer un daño con la palabra, pueden causar un daño irreversible en aquéllos que difamaron.
De esas conversaciones, en las que se pudo hacer el bien y no se hizo, pedirá cuenta el Señor. De la conversación vana y superficial, a la murmuración, al chisme, al enredo, a la susurración o a la calumnia, suele haber un camino muy corto. Es difícil controlar la lengua cuando no existe la presencia de Dios en nosotros. Cuando nos demos cuenta de nuestro error, de inmediato pidámosle perdón al Señor y disculpémonos con las personas que tantas veces agraviamos con nuestra palabra mal intencionada.
El Reino de Cristo, al que somos llamados para participar en él y para extenderlo a nuestro alrededor con un apostolado fecundo, se lleva a cabo amando a nuestros semejantes, no criticándolos. Aspiremos a hacer de Cristo un auténtico Rey de todos los corazones, practicando siempre y con sinceridad el segundo mandamiento de la ley de Dios.
Los buenos cristianos hacen cada día un examen de conciencia para confrontar la vida que se está llevando, con lo que Dios espera de ellos. Eso les permite pedir perdón y recomenzar de nuevo las veces que sea necesario. Es el amor que le tenemos a Nuestro señor Jesucristo lo que nos mueve a examinarnos para tratar con delicadeza al que entregó su vida por nosotros. Recuperemos el tiempo perdido pidiendo perdón por ese espacio de nuestra historia en el cual faltó amor hacia los nuestros, porque solamente en esta vida podremos merecer para la otra. Cada día, es un tiempo precioso que Dios nos regala para llenarlo de amor a Él y de caridad para los que nos rodean. Pasado este tiempo que es demasiado corto, ya no habrá otro para dejar terminada la misión que el Señor nos haya encomendado a cada uno de nosotros. No es justo que lo malgastemos, ni que arrojemos ese tesoro irresponsablemente a la basura.