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Más allá de las palabras

LA BÚSQUEDA

Jacobo Zarzar Gidi

Eleazar estaba cansado y enfermo. Su corazón hacía los últimos esfuerzos para sostenerlo. Su esclavo Zabulón -compañero inseparable desde muchos años atrás- participaba de sus ideas e incluso de sus locuras. Patriarca de una gran familia, hombre justo y bueno, se convirtió en protector de su gente. Especie de profeta y adivino, recorría acompañado de su esclavo los sitios más alejados en busca del Mesías, de aquel enviado de Dios que fuera anunciado oportunamente por las antiguas escrituras. Se prometió a sí mismo no descansar hasta encontrarlo y en eso basó su propia existencia. Sin embargo, desesperado y sumamente enfermo, llegó a pensar que no era digno de aquel encuentro y que debía suspender la búsqueda infructuosa. Ese día en que tomó la decisión, liberó a su esclavo como un acto de caridad, para que éste hiciera lo que quisiera con su propia vida. Los dos se despidieron con un abrazo fraterno, y fue así como Zabulón bajó la montaña para dirigirse a Jerusalén.

En la ciudad amurallada, Zabulón se perdió entre aquellas multitudes que la visitaban. De pronto escuchó unos gritos que decían: "¡Hosanna, Hosanna, Bendito sea el que viene en nombre del Señor, Bendito sea!". Asombrado, preguntó a los que pasaban corriendo: "¿Por qué tanta algarabía?". Uno de ellos se detuvo y le dijo: "Es Jesús, el Mesías, que hace ver a los ciegos, oír a los sordos y hablar a los mudos. Es Jesús, que resucita a los muertos y limpia a los leprosos". Al escuchar aquello, Zabulón se dio cuenta que aquel hombre al que todos llamaban Jesús, era el mismo que su amo buscara insistentemente durante toda su vida.

Corriendo, el esclavo liberto se dirigió de nueva cuenta a la montaña donde el profeta vivía. Llegando junto a él, le dijo: "Amo, amo, he encontrado al hombre que tanto has buscado, al Mesías, al enviado de Dios". "No mientas amigo, no es verdad lo que me dices". "Es cierto amo, tan cierto como que me llamo Zabulón". El profeta Eleazar y su amigo Zabulón bajaron aquella montaña haciendo un gran esfuerzo.

Días después, cuando llegaron a Jerusalén, preguntaron por Jesús, y siguiendo sus huellas, se enteraron que los romanos lo tenían preso por acusaciones infundadas de los judíos, y lo estaban azotando. Despojándolo de sus vestiduras le echaron encima una clámide de púrpura, y tejiendo una corona de espinas, se la pusieron en la cabeza, y en la mano una caña; y doblando ante Él la rodilla, se burlaban diciendo: ¡Salve, rey de los judíos! Y escupiéndole, tomaban la caña y le herían con ella en la cabeza. Después de haberse divertido, le quitaron la clámide, le pusieron sus vestidos y le llevaron a crucificar. Al contemplar desde lejos aquella terrible escena y escuchar los latigazos que recibía en la espalda, Eleazar les gritó que eran unos monstruos, al mismo tiempo que se desvanecía afectado por su enfermedad.

Al volver en sí, aquel anciano suplicó a Zabulón que lo condujera cuanto antes con Jesús. Casi arrastrándolo se dirigieron al Gólgota, que era el sitio a donde se lo habían llevado para crucificarlo. A varios metros de distancia de la Cruz, se detuvieron los dos hombres. Hasta allí pudieron escuchar asombrados el terrible grito de dolor y desesperación que cubrió la tierra: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?".

En esos instantes, todo quedó en tinieblas, al mismo tiempo que el mago Eleazar entraba en agonía. Su mente desconcertada se preguntó una y otra vez el porqué no había podido conocer y tratar al Mesías, a pesar de haberlo buscado durante toda su vida. Como respuesta escuchó una voz que le dijo: "Tú ya me conocías, porque cuando tuve hambre me diste de comer, cuando tuve sed me diste de beber, cuando estaba desnudo me vestiste". "Todo lo que hiciste por uno de los míos, lo hiciste por mí mismo". En esos momentos comprendió Eleazar que su búsqueda no había sido inútil y que podía morir tranquilo.

Cerca de allí, Jesús, clamando de nuevo con una voz grande y sonora, entregó su espíritu. Al mismo tiempo el velo del templo se rasgó en dos partes, desde lo alto a lo más bajo, y la Tierra tembló, y se partieron las piedras, y los sepulcros se abrieron, y los cuerpos de muchos hombres justos que habían muerto resucitaron. A la mañana siguiente Zabulón enterró a su amo en un sitio cercano a la tumba de Jesús. Sabía que eso lo hubiera hecho muy feliz. A partir de ese momento, la permanencia junto a Él sería eterna, y ya nada le faltaría.

Dos mil años después, la gente permanece ocupada en sus propios problemas y ha olvidado que todo lo que padeció Jesucristo es el precio de nuestro rescate. Desde los tiempos apostólicos hasta nuestros días muchos son los que se niegan a aceptar a un Dios hecho hombre que muere en un madero para salvarnos. Siempre ha existido la tentación de desvirtuar el sentido de la Cruz.

jacobozarzar@yahoo.com

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