Cuando la violencia no cede y cuando persiste el alto número de homicidios, ejecuciones, secuestros y desapariciones, significa que algo o mucho del sistema social mexicano no trabaja adecuadamente por no decir que opera de manera terrible.
De acuerdo a datos del Sistema Nacional de Seguridad Pública en los primeros 22 meses del actual gobierno del presidente Enrique Peña Nieto suman un total de 31,049 homicidios dolosos de los cuales 18,124 corresponden a ejecuciones.En un informe de la consultora Latnia, citado por el analista Leo Zuckermann, de agosto a septiembre del presente año se disparó en casi un 50 por ciento el número de ejecuciones relacionadas con el crimen organizado al pasar de 366 a 538.
Pero además el promedio diario de ejecuciones en el país es de 27 en donde destacan de nueva cuenta en septiembre Chihuahua con 70 casos y Baja California con 39, entidades que aparentemente habían superado la espiral de violencia vivida años atrás.
Otros estados con alto número de ejecuciones fueron Guerrero con 69, Guanajuato 35, Veracruz 34 y Sinaloa 32.
La incidencia de violencia durante el actual régimen fue a la baja en el primer año, según los informes oficiales que en su momento se divulgaron con furor y optimismo.
Sin embargo en este 2014 y luego de conocer hechos tan graves como la desaparición y presunta ejecución de 43 estudiantes normalistas en Guerrero además de la matanza en Tlatlaya, estado de México, la tendencia parece revertirse o al menos repuntar contra 2013.
El conteo de crímenes se volvió casi casi un deporte nacional en el sexenio de Felipe Calderón, primero porque la población estaba harta de la impunidad y violencia de tal forma que veía una solución efectiva en la muerte de los delincuentes.
Tiempo después los sentimientos cambiaron y los mexicanos comenzaron a exigir un alto a las las acciones del Ejército en contra de la delincuencia porque muchos inocentes morían sin razón y se pensó además que a mayor intervención más crecía el índice de violencia.
Pero a pocos meses del arranque del actual gobierno se evidenció que la violencia en México es un mal endémico con raíces muy profundas y cuyas causas van más allá de la simple intervención del Ejército y la Armada Mexicana en el combate al crimen organizado.
Luego de las recientes masacres que rayan en la barbarie queda todavía más claro que buena parte de México sufre una seria enfermedad social que tiene que ser combatida a través de acciones más sofisticadas y a la vez drásticas antes de caer en una guerra civil.
Lo que vivieron en años recientes Michoacán, Tamaulipas, Coahuila, Guerrero, Oaxaca, Sinaloa, Veracruz, Baja California y Chihuahua es una degeneración social gravísima y complicada.
Algunas entidades y regiones lograron sortear la crisis de violencia, pero no estamos seguros si será para siempre o si por el contrario el fenómeno social resurgirá incluso con mayor intensidad como ya ocurrió en Michoacán.
En síntesis lo que intentamos enunciar es que el análisis, diagnóstico y la medicina aplicada en los últimos dos años a este monstruo de mil cabezas, parecen estar equivocadas.
El enfoque de aplicar todo el poder del estado y de las fuerzas de seguridad no funciona cuando tenemos cuerpos de policía podridos como en Guerrero. En Sonora más de 3,500 agentes locales y estatales -el 35 % del total-- reprobaron el examen de Control, Calidad y Confianza (C3) por lo que muchos de ellos serán dados de baja.
Imaginamos que en Iguala, Acapulco, Torreón y Matamoros, el índice de policías reprobados sería todavía mayor y de seguro que agentes del ministerio público, jueces y funcionarios del sector justicia del país andarán bajo el mismo tenor.
Barrer la casa de adentro hacia fuera y al mismo tiempo reconstruir desde sus cimientos los órganos policiacos y de seguridad de México, es una de las acciones urgentes a emprender en todas las instancias del sistema. El gobierno de Peña Nieto está obligado a reorientar su estrategia antes de que esta violencia endémica degenere en una guerra intestina de proporciones impredecibles.
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