"El Pueblo mexicano, ese pueblo que tan generosamente me ha colmado de honores,…, ese pueblo, señores diputados, se ha insurreccionado en bandas milenarias armadas, manifestando que mi presencia en el ejercicio del Supremo Poder Ejecutivo, es causa de su insurrección…". Fue parte del mensaje que el General Porfirio Díaz, Presidente de la República por 30 años, presentaba al Congreso de la Unión, el día 25 de mayo del año de 1911.
Pero qué había propiciado que el hombre que solamente tres años antes había sido reconocido mundialmente como un estadista ejemplar de su época, un personaje histórico comparable con héroes mitológicos, como lo aseveraba el periodista de la muy prestigiada Magazine Pearson de Nueva York y que avalaba, había maravillado al mundo civilizado por haber transformado a México de un país "bárbaro" que asesinaba a los príncipes que Europa le enviaba para gobernarlo decorosamente, y había preferido a un "indio" prieto dentro de un salvajismo espantoso.
Nuestro país presentaba una doble realidad muy concreta: Al exterior, la cara de una nación floreciente, con modernidad en sus vías de comunicación, en su industria, en su manejo de las finanzas públicas; con una moneda sólida que era preferida en grandes operaciones financieras internacionales; un país que permitía inversiones extranjera de gran calaje y que, aseguraba la estabilidad política y social ante los capitalistas internacionales y, por otro lado, la cara de la miseria de millones de mexicanos que apenas subsistían dentro de un pobreza alimentaria grave, carencia total de educación y nulo crecimiento ciudadano. Los partidos políticos permitidos eran acordes al dictador, los medios de comunicación oficiales se mostraban sumisos a Díaz y las organizaciones intermedias ajustaban sus agendas a la del tirano. Nada se movía en México sin la voluntad del caudillo que detentaba el poder ejecutivo; única autoridad ya que los legislativo y judicial eran meras comparsas que servilmente aprobaban lo que el presidente les indicaba; ya fuese una reforma jurídica que destruyera la federación o los derechos de los gobernados, que justificando un despojo de tierras y aguas a los pueblos poseedores de esa riqueza milenios antes.
Porfirio Díaz vivió muy bien el castillo de Chapultepec, jamás le faltó nada, pero no acumuló riquezas ni doña Carmelita se posesionó de bienes suntuosos; Díaz viajaba en un furgón de ferrocarril, muy bien acondicionado, pero no tenía locomotora propia, sino que se enganchaba a una corrida común y sólo llevaba los sirvientes indispensables. Eso sí, los terratenientes científicos, casi todos ellos liberales juaristas, algunos sobrevivientes de la guerra contra el imperio y Francia o sus herederos, poseían riquezas inmensas, pero los ministros no eran multimillonarios ni los gobernadores, todos nombrados por Díaz, eran prestidigitadores que desaparecían miles de millones de pesos del erario público sin tener que dar explicación alguna a nadie.
No existían sindicatos, pero si grupos políticos afines al porfiriato, sin embargo, sus líderes, si bien senadores o diputados, no detentaban fortunas inmensas que sus hijos dilapidaban en viajes y tugurios; tampoco dictaban leyes que ajustaban intereses políticos al perdonar millonarias deudas decretando "borrones y cuentas nuevas" de los gobiernos estatales que permitían volver endeudarse, y dejando pasivos no cubiertos, para ser endosados a las próximas generaciones, junto con las nuevas obligaciones que vayan cayendo al son de la corrupción prianista con el apoyo de la impunidad perredista.
Los primeros años del Siglo XX fueron sangrientos para las clases humildes; cómo olvidar Cananea; Río Blanco y otros más; la nulidad de participación ciudadana se reflejó en la imposibilidad de actividades democráticas, masacradas con represiones policiales y militares; la prensa de la época tergiversaba los hechos, exageraban negativamente los reclamos populares y alababan las falsas presunciones del gobierno, tratando de mostrar una cara amable, cuando en realidad la situación nacional era como un pastel cuya masa era puro excremento cubierto con un dulce betún, adornado por bellos encajes fatuos, pero la podredumbre ya afloraba desde adentro y el hedor era insoportable. La nación entera estaba "harta" de la situación y había decidido acabar con la tiranía.
Finalmente, en su renuncia, Porfirio Díaz expresa: "…Vengo ante la Suprema Representación de la Nación a dimitir sin reserva el encargo de Presidente Constitucional de la República, con que me honró el pueblo nacional; y lo hago con tanta más razón, cuando que para retenerlo sería necesario seguir derramando sangre mexicana, abatiendo el crédito de la Nación, derrochando sus riquezas, segando sus fuentes y exponiendo su política a conflictos internacionales". Sin embargo, dicha renuncia sirvió para nada; la debacle se dio después de ella; hasta entonces las vidas perdidas eran ínfimas en relación a las posteriores de la guerra contra Huerta y de los revolucionarios entre si tras el cisma de la Convención de Aguascalientes.
Hoy, a 103 años de distancia, encontramos un México radicalmente distinto al de 1911; todo ha cambiado, la fisonomía de las ciudades y de los ciudadanos son distintas; las tecnologías han transformado el rostro de la sociedad, hay un poco más conciencia social en los mexicanos, pero las causas de la catástrofe social de la segunda década del Siglo XX y lo peor, los detonantes de ella, se asemejan mucho a circunstancias actuales; más aún, vemos mucha arrogancia y soberbia de la clase política dominante que agrava la problemática; nada parecido a la aceptación de los científicos a la renuncia de Díaz. Un siglo después, se repiten las matanzas, muchas a grupos vulnerables social y económicamente como "Aguas Blancas" otras disfrazadas ahora de lucha criminal como Tlatlaya y más aún, sin excusa como Ayotzinapa; el hambre y la crisis económica están presentes.
Hoy se escuchan por todo el país y en el extranjero, muchas voces que piden la destitución del actual ejecutivo federal, pero haciendo un análisis serio, yo considero que eso sería peor; cierto es que Enrique Peña Nieto llego a la presidencia con votos comprados, pero finalmente fue votado por el pueblo; en estos momentos, de acuerdo a la constitución, la renuncia primero debería ser calificada como causa grave por el Congreso de la Unión, quien entonces designaría a un presidente "Sustituto", el cual culminaría el sexenio.
Ahora analicemos bien la situación, imaginemos un presidente impuesto por esos legisladores que destruyen al país a cada paso; infiramos la cantidad de compromisos políticos que se generarían para grupos dentro del PRI y abonos al PAN y al PRD, y peor aún: la designación de un militar u otra alimaña tiránica que tuviera como consigna apaciguar al país a como diera lugar, tal y como lo intentó Victoriano Huerta en 1913. Una situación es segura: el pueblo, en ese caso, jamás será consultado; el nuevo ejecutivo debería su nombramiento a grupos de poder factico, político y hasta del crimen organizado.
Concluyamos: las renuncias presidenciales no han servido para nada en la historia nacional; mejor sigamos luchando por la democracia en acciones de participación ciudadana, cada más representativas, más exigentes y con mayor conciencia social.