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Michoacán: un Estado paralelo

JORGE ISLAS
“La fuerza es justa cuando es necesaria”.— Nicolás Maquiavelo

Michoacán no es en estricto sentido un Estado fallido. No aún, pero sin duda sí tiene un Estado paralelo en donde lamentablemente se ha manifestado, en diversas expresiones, una dualidad del mando y de la obediencia entre detentadores y destinatarios del poder. Esta realidad bicéfala tiene dos estructuras visibles: la formal, que es representada por un gobierno civil, democráticamente instituido; y la otra cara, que es representada por el crimen organizado.

En ambos casos hay una organización de poder y autoridad, que tienen bajo su mando una estructura jerarquizada con presencia en un territorio determinado (Tierra Caliente), en donde influyen y ejercen directamente diversas reglas legales o ilegales con actos coactivos que inciden o afectan a diversas personas y grupos de la sociedad civil. Por lo que se aprecia de los reportes de la prensa nacional e internacional, en Michoacán hay un Estado paralelo en disputa, que ha dejado una larga estela de dolor, impotencia, desconfianza, incertidumbre y en algunos casos de anarquía.

¿Cómo fue que las cosas llegaron a un nivel tan complejo e inaceptable para la convivencia pacífica y ordenada de una sociedad política con tanta historia y relevancia? Seguramente son diversos los factores históricos, económicos y sociales a considerar. Simplificar por ignorancia o populismo las causas en un solo tema no ayuda a identificar los males que deben ser evitados en el presente y futuro para otras entidades federativas. En este sentido, es claro que las decisiones y acciones de la pasada administración federal no fueron las mejores, los resultados están a la vista, no obstante que el problema de inseguridad y de la diarquía de poderes viene de años previos, producto también de omisiones, incompetencias e irresponsabilidades de diversos actores políticos locales y de diversos órdenes de gobierno que vieron pasar, con el tiempo, cómo la timidez, la corrupción, la impunidad, la complicidad y la pasividad instauraban el reino de la violencia y de la decadencia social.

Hoy se viven las consecuencias de haber dejado a la suerte, en el mejor de los casos, diversos problemas sociales, de seguridad, justicia, planeación y prevención de un fenómeno que tiene postrado a todo un estado y está a la espera de un mejor momento, para cambiar la realidad de las cosas.

Ante la prolongada ausencia de gobierno y autoridad para ofrecer mínimas garantías de seguridad y estabilidad en la región, aparecieron los autodenominados grupos de defensa comunitaria que en teoría son grupos armados, muy bien armados, conformados por ciudadanos no profesionales en el uso de las armas y que además lo hacen de manera honorífica y voluntaria, para cuidar y proteger a sus comunidades del asedio de los grupos de la delincuencia organizada, y tal vez hasta de las propias policías municipales. Son grupos que socialmente tienen toda la legitimidad del caso, porque a nadie se le puede limitar su derecho natural a defender su vida, su familia o patrimonio, aunque constitucional y legalmente no esté permitido hacer justicia por propia mano. Y es que en un país de leyes toda acción que redunda en el interés público, como la prevención y persecución del delito, y la administración y acceso a la justicia debe estar sujeta y regulada por el Estado y no por un orden socialmente espontáneo.

Un dilema complejo de resolver para todo el aparato del Estado, porque debe desarmar a los que son previsiblemente sus aliados naturales en la lucha contra los profesionales de la violencia y la delincuencia institucionalizada. Debe atender dos frentes que tienen dos causas diferentes, pero que en ambos casos deben estar sujetos al orden legalmente establecido.

En un primer momento, utilizar la fuerza del Estado para revertir y eventualmente restaurar la paz social en Michoacán acompañada de una base social considerable es una alternativa no solamente deseable, sino factible, al hacer uso de una fuerza institucional e integral que le permita a los gobiernos federal, estatal y municipales impulsar diversos mecanismos de cooperación, para impulsar la reconstitución del tejido social y con ello eventualmente aminorar los altos índices de violencia. La fuerza del Estado no es únicamente la fuerza coactiva, sino todas las acciones de políticas públicas posibles, en especial las de orden educativo y cultural que puedan reorientar el restablecimiento de un efectivo Estado de derecho y de nuevas oportunidades para el desarrollo armónico de Michoacán.

(Profesor de Derecho Constitucional en la UNAM)

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