A San Virila los milagros se le salen igual que moneditas de oro que se le cayeran del bolsillo. A su paso dio rosas el rosal que estaba ya marchito, y volvió a manar agua la fuente que se había secado.
Antes el padre superior solía reprenderlo. No debía hacer tantos milagros, le decía. Bien pronto, sin embargo, se dio cuenta de que hacer milagros era para San Virila lo mismo que respirar. Entonces ya no lo reprendió: Meneaba sólo la cabeza cuando el frailecito hacía otro milagro.
Cierto día el padre portero llegó corriendo a avisarle al superior que el obispo estaba por llegar al convento con toda su comitiva. En la cocina había sólo unos cuantos panes y unos pocos peces. No alcanzaría para todos. San Virila movió la mano, y en el camino una rueda del carro en que venía Su Excelencia se rompió. Entonces hubo tiempo para ir al pueblo a comprar suficiente comida para los invitados.
Después el padre superior le preguntó a Virila por qué no había multiplicado simplemente los panes y los peces. Respondió él con una sonrisa:
-Procuro siempre hacer milagros originales.
¡Hasta mañana!...