Sobre la mesa hay un canastillo con las primeras ciruelas que mi huerto dio.
Nombre de santa tienen esos frutos, tan rojos que parecen casi negros, tan dulces que parecen casi miel. Se llaman Santa Rosa, y están santificados por el Sol de Dios y por nuestro trabajo. Los esperamos todo el año con esperanza y con temor. Y es que la ciruela tiene muchos enemigos: El frío del invierno, que la mata en flor; el viento abrileño, que la arranca alevosamente de la rama; el granizo que la destroza; la plaga que la arruina.
A veces, sin embargo, ni todos esos males juntos pueden contra la fuerza de la vida, y entonces los árboles se llenan de color y dulcedumbre. Así sucedió este año. Veo el huerto y mi corazón se alegra, y es como si en el pecho llevara un fruto de púrpura y dulzor.
He entrado en la cocina. La primera luz de la mañana entra junto conmigo y pone su resplandor en las ciruelas, que ahora parecen mágicos rubíes. Siento el deseo de tomar una para comerla -para devorarla-, pero me contengo: Cézanne está aquí, y se enojaría conmigo.
¡Hasta mañana!...