Tiene 20 años, y todos los caminos son nuevos para él, aun éste tan antiguo. Va alegre; no sabe lo que el camino le depara. Tampoco sabe lo que le deparan los años.
Llega la noche, y el viajero se une a otros caminantes que han encendido una hoguera y beben junto a ella el vino de los que hoy se han encontrado y no volverán a encontrarse nunca más. Arriba la Vía Láctea es un camino de estrellas en el cielo que les señala el camino de la tierra. A su vez este camino de la tierra les señala a los viajeros el camino del cielo.
Ha tendido su manta ya el muchacho. Va a dormir. De pronto siente a su lado un cuerpo: es el de la chica que lo miró a través de las llamas de la hoguera y a través del vino. Hacen el amor sin palabras, sin conocer siquiera el nombre uno del otro. Es un perfecto amor éste que han hecho: dura un instante eterno; dura una momentánea eternidad. Cuando por la mañana se despierta el caminante la muchacha ya no está.
Ahora aquel viajero tiene todos los años, y tiene todos los caminos. No olvida el de Santiago -¿cómo podría olvidarlo?-, y cuando ve en el cielo la vía blanca se pregunta cómo se llamaría ella.
¡Hasta mañana!...