Doña María, vecina de don Abundio en el Potrero, es dueña del más bello jardín en todo el rancho. La señora tiene la mano caliente -así se dice allá de quienes poseen la virtud de hacer brotar las plantas, o de lograr que prendan los injertos-, y entonces su jardín parece el del Edén. Crecen en él los eróticos alcatraces, y las pomposas dalias, y las violetas condenadas a modestia perpetua, y la obvia rosa, y los geranios con olor a clavo, y esa humilde flor campesina que se abre a la caída de la tarde y se cierra con el primer anuncio de la noche, llamada “amor de un rato”.
Hermoso es el jardín de esta señora. En medio de las opacidades de la tierra, entre lo gris del caserío de adobe, su jardín es un esplendor real, un arco iris que se hubiese acostado sobre la tierra a descansar un poco.
Doña María, vecina de don Abundio en el Potrero, es dueña del más bello jardín en todo el rancho. Don Abundio, sin embargo, no se lo envidia. Dice:
-El jardín es de ella, pero la ventana es mía.
Tiene razón el sabio viejo: Todo lo que podemos ver y gozar es de nosotros, aunque no sea nuestro.
¡Hasta mañana!...