Liberata se llamaba la madre de mi madre. Hermoso nombre es ése, ya en desuso.
Mamá Lata era una señora de grande genio e ingenio. Daba buenos consejos a sus hijos en trance de buscar esposa. Les decía: "La mujer por lo que valga, no por la nalga". Una de sus nietas, bajita de cuerpo, menudita, iba a casarse con un muchacho de casi dos metros de estatura. La mamá de la novia se mostraba inquieta por esa diferencia. "No te preocupes -la tranquilizó mamá Lata-. Con que los centros se junten, aunque los holanes cuelguen".
A los matrimonios jóvenes les hacía una recomendación. "Tú -le decía a ella- fíngete un poco ciega". "Y tú -le decía a él- fíngete un poco sordo".
Cierto día -tendría yo 4 años- mamá Lata me leyó el catecismo de Ripalda: "Dios está en los cielos, en la tierra y en todo lugar". Le pregunté: "¿También en el excusado?". Se volvió hacia mi madre y le dijo: "Ten cuidado con este niño, Carmen. Piensa demasiado".
Tenía razón: Pensar demasiado no lleva nunca a nada bueno.
¡Hasta mañana!...