En estos días el otoño se ha puesto muy otoño. Se ha puesto casi invierno.
Llueve una llovizna empecinada que parece dispuesta a penetrar el mundo hasta apagar todos los fuegos que lleva en su interior. Cuando paso por el corral las vacas me miran con sus grandes ojos de diosas griegas como preguntándome: "¿Sabes tú si esta lluvia terminará algún día?".
Yo he aprendido a tener la paciencia de los montes que rodean el caserío del Potrero. Ellos, callados, dejan que las cosas pasen y se están ahí, sin moverse, hasta que las cosas pasan, sean diluvio o fuego.
Miro por la ventana y casi nada miro. En la niebla el paisaje juega a las escondidillas. No salgo de la casa porque a lo mejor ya nadie me podrá encontrar.
Me gustan estos días invernizos. No me causan tristeza: Me dan serenidad. Fuera de mí veo poco, pero dentro de mí lo veo todo claramente.
Y ahora discúlpenme por favor. Me voy. Me voy a estar conmigo. ¡Hasta mañana!...