Días muy fríos han sido éstos. Y sin embargo, yo no he sentido el frío. Por las noches me arrebujo en mi edredón de plumas.
Al despertar por la mañana me tomo una humeante taza de café.
Cuando estoy escribiendo mi esposa me trae un té de yerbanís que bebo a tragos lentos.
En la comida gozo un caldo de cocido, ardiente y sabrosísimo. Un solo plato de ese puchero saltillense bastaría para tibiar el Ártico.
Por la tarde el espumoso chocolate de la merienda hace que en mis adentros brille el Sol. Y luego, antes de ir a la cama, una copita de coñac es el perfecto final del día invernizo.
Ahora voy en mi coche. Naturalmente llevo puesta la calefacción. Veo en la calle a un hombre y una mujer que caminan ateridos. Son migrantes. Seguramente han dormido bajo el puente, cubiertos con cartones y periódicos.
Siento vergüenza de no sentir frío. Pero me dura poco la vergüenza. Pienso en la copita de coñac, en el edredón de plumas que me espera, y los migrantes desaparecen entre la neblina.
¡Hasta mañana!...