El chantre del convento cantaba retemal. Su voz, gangosa y desafinada, sonaba a vihuela rota, y hacía imposible la devoción de sus hermanos en los oficios diarios.
El superior no se atrevía a cambiarlo por otro, pues el hombre, a más de soberbio, era díscolo y colérico, y se aferraba al cargo con obstinada tozudez.
Un día San Virila lo llevó al jardín e hizo un ademán sobre él. Al punto el chantre quedó convertido en urraca. Voló el pajarraco y se perdió en la lejanía. Un nuevo cantor ocupó el coro, y su voz melodiosa ayudó a que los monjes elevaran el espíritu.
El superior, sin embargo, le reprochó a Virila lo que había hecho con el antiguo chantre. Le dijo que su milagro fue una grave falta contra la caridad.
Replicó el frailecito:
-La infinita misericordia del Señor perdona todos los pecados, menos los que se cometen contra la música.
¡Hasta mañana!...