En el cielo invernizo se perdió la luna. Inútilmente la busca la ventana. La oscuridad de mi cuarto es tan oscura que me pregunto si acaso estoy en él.
No es callada la noche, sin embargo. En la antigua casona del Potrero hablan las cosas cuando creen que nadie las escucha. Yo las oigo. El tiempo me ha enseñado a entender su idioma. Cruje el ropero grande, el que hizo traer no sé de qué ciudad lejana el bisabuelo, y dice cosas de fortunas idas. Rechina la castaña -así se llama por acá un baúl-, y me habla de la abuela que ponía membrillos entre las sábanas para perfumarlas.
Me gusta estar en Ábrego, porque aquí todo es verdad. La tierra es verdad, verdad el agua, y son verdaderos los árboles, los animales -el caballo y el burro; la vaca, el marrano y la gallina-, y es de verdad la vida.
Yo, tan incierto, desentono en medio de tantas cosas ciertas. Quisiera ser verdad, como ellas. Pero no tengo su sabiduría. Las cosas y los animales son más sabios que los hombres. Me lo dice la noche, que cuando calla me habla.
¡Hasta mañana!...