¿Recuerdas, Terry, amado perro mío, la vez que me hiciste ir al granero?
Llegaste de repente y me jalaste por la pernera del pantalón para indicarme que debía seguirte. Te seguí; me llevaste a la bodega del maíz y me mostraste una camada de gatitos recién nacidos que maullaban débilmente por el hambre. Yo supuse que su madre los alimentaría, y quise irme, pero tú me lo impediste: Te ponías frente a mí como para evitar que me alejara.
En eso llegó doña Rosa y me contó que su gata había caído en una trampa para coyotes y había muerto. Nos llevamos los gatitos a su casa. Ella los puso en una caja de cartón forrada con papel periódico y los alimentó con un trapito que mojaba en leche.
Tú los salvaste de la muerte, Terry, igual que muchas veces me salvaste a mí de la soledad, que es otra forma de la muerte. El día que esos gatos vayan al Cielo -también los gatos van al Cielo-, seguramente lo primero que harán será buscarte para darte las gracias. Yo haré lo mismo, Terry, cuando me llegue el día. Espérame.
¡Hasta mañana!...