Para F.E.G.
Hace tiempo, cuando los capitalinos tratábamos de sobrellevar con un poco de humor el desorden vial provocado por las obras en Periférico, se escuchaba con frecuencia el siguiente comentario: "qué bueno que ya van a terminar de construir el segundo piso… a ver si ahora se siguen con el primero". Y es que, efectivamente, hay en ese tipo de obra pública -o, mejor dicho, en las fantasías de modernidad que engendra ese tipo de obra- una ironía muy propicia para la burla. Digamos que son la versión subdesarrollada de cómo se ve el desarrollo, el producto de una visión "tercermundista" sobre cómo ser "de primer mundo".
El fenómeno, con todo, no es sólo mexicano. Es más o menos común al imaginario de ciertas élites de la periferia, de los países del llamado "sur global". Y no es que dichos países estén condenados a ser premodernos o antimodernos, es que la idea que suelen tener sus élites de la modernidad es una idea rayana en lo mágico, a la que recurren no tanto para proponer alternativas realistas como para fugarse de la realidad. En otras palabras, esas élites periféricas promueven una idea de la modernidad que las exime de modernizarse a sí mismas, pero que les permite actualizar la ilusión de que, a pesar de todo lo premoderno o antimoderno que hay en su posición de mando y privilegio en países tan supuestamente deficitarios de modernidad, ellas constituyen un modernísimo país aparte.
En ese sentido, y volviendo a la experiencia mexicana, la semana pasada el mensaje presidencial con motivo del Segundo Informe nos obsequió tres ejemplos harto ilustrativos de esa modernidad de segundo piso a la que son tan propensas nuestras élites.
Primero, la exaltación de un opaco acuerdo entre las oligarquías partidistas -el Pacto por México- como brillante logro democrático. El enaltecimiento del "ciclo reformador" como resultado de un elevado consenso político que carece, sin embargo, de base social. Y la exaltación del diálogo y la pluralidad en la negociación entre Presidente y Congreso cuando los datos indican que lo que ha imperado, más bien, es la agenda del Ejecutivo y la neutralización de la oposición como actor legislativo (http://j.mp/eficdemo).
Segundo, el contraste entre los vuelos que adquirió el discurso de Enrique Peña Nieto en el Palacio Nacional ("Reformar es pensar de manera distinta a como lo hemos hecho siempre. Reformar es romper ataduras. Es sentar las bases para un mejor futuro. Reformar es atreverse a cambiar. Reformar es transformar") y lo que ocurrió a ras de suelo afuera del Palacio (http://j.mp/zocaloest): la transformación del Zócalo, el espacio público más emblemático de la nación, en un prepotente e impune estacionamiento para las camionetas de los invitados presidenciales, por lo demás muy educados, elegantes y aplaudidores.
Tercero, el anuncio del nuevo aeropuerto para la ciudad de México. Por todo lo alto, el render del proyecto (http://j.mp/aeropuer): la celebridad global de Norman Foster; las propiedades milagrosas de un edificio que traerá a millones de nuevos turistas; la épica de que en la zona florecerán corporativos, centros comerciales, universidades, de que será el núcleo de una suerte de nuevo Santa Fe en Texcoco. Pero, por lo bajo, el business as usual: el hecho de que el socio mexicano de Norman Foster, Fernando Romero, es el yerno de Carlos Slim; la falta de transparencia del proceso mediante el que se seleccionó esa propuesta; la desinformación en torno a su implementación, a multitud de aspectos técnicos y financieros, a su impacto ambiental y urbano.
Dice el Presidente que "ha llegado el momento", que "éste no es el país de antes", que "México ya se atrevió a cambiar". Pero, ¿cuándo una reforma, una reivindicación, un proyecto que se haga cargo del primer piso? ¿Cuándo la modernización de la idea que tienen nuestras élites de la modernidad?
@carlosbravoreg