Desde hace 46 años, el 2 de octubre es una fecha grabada en la memoria nacional. Esa tarde, en 1968, la Plaza de las Tres Culturas en Tlatelolco fue testigo de la sangrienta culminación de las políticas represoras del régimen de Gustavo Díaz Ordaz hacia las protestas estudiantiles que se multiplicaban.
Lo que los apologistas del gobierno llamaban "mano dura ante el movimiento comunista" fue resentido por los jóvenes y quienes simpatizaban con su causa como una tunda de puñetazos que liquidó al más importante movimiento ciudadano por las libertades y la democracia, tan ausentes y lejanas en ese entonces.
Hay quienes cuestionan las cifras de los muertos, como si eso fuera lo relevante, o que se concentran en debatir quién provocó la balacera, en si fue una confusión o una provocación. No es eso lo significativo, porque el 2 de octubre no fue un evento aislado, accidental. Fue la consecuencia lógica, casi inevitable, de la actitud de choque del régimen frente a un movimiento que buscaba y pedía diálogo, apertura, oxígeno para las mentes pensantes.
El de Díaz Ordaz se caracterizó siempre por su incapacidad de entender lo que sucedía afuera de las cuatro paredes, físicas y mentales, que rodean a los gobiernos autoritarios. Por eso era inevitable la masacre: porque desde el primer momento el régimen vio a los jóvenes como enemigos.
Casi medio siglo después, tres acontecimientos en la misma semana nos demuestran la relevancia de conmemorar la fecha, del "¡No se olvida!".
La ya tradicional marcha del 2 de octubre transcurrió este año en el DF con mínimas afectaciones y pocos actos de vandalismo en comparación con las de otros años. De celebrarse.
La marcha coincidió con las protestas de la comunidad estudiantil del IPN en rechazo a un intento de sus directivos por instituir un nuevo reglamento. Los chavos del Poli salieron en masa a las calles, ordenados y pacíficos. Sus directivos, que ya se habían equivocado con su pésima manera de negociar, agravaron las cosas cuando acusaron "manos ajenas" en el movimiento. Los estudiantes les respondieron con una cachetada con guante blanco: buscaron el diálogo, y lo encontraron, en Gobernación. Se abstuvieron de marchar el 2 de octubre para evitar confusiones o provocaciones. Y tuvieron respuesta favorable a sus demandas. Lo que pudo haber sido el inicio de un nuevo choque entre Estado y estudiantes, terminó bien y en paz.
Ya habrá tiempo para proponer cambios de fondo en el Poli, incluida la autonomía. Pero a la luz del día, no en un rincón burocrático.
Esas dos buenas noticias se ven opacadas, tristemente, por Iguala, Guerrero, hasta donde habían llegado normalistas de Ayotzinapa. La policía municipal, probablemente de la mano con grupos del crimen organizado, o subordinada a ellos, abrió fuego. Murió media docena de jóvenes, incluido un integrante de un equipo de futbol local, que nada tenía que ver, y 43 desaparecieron. El hallazgo este fin de semana de fosas clandestinas con cadáveres calcinados hace temer lo peor.
Es de todos sabido el nivel de desamparo institucional en Guerrero. Con autoridades locales y estatales más preocupadas por los grados de alcohol que por los grados de violencia, es difícil encontrar solución duradera a la crisis que viven y sufren cotidianamente los guerrerenses de bien.
@gabrielguerrac
Internacionalista