Ayer cuando desperté recordé a Margarita. Antier también. Antes de antier también. Siempre recuerdo a Margarita, ya sea al despertar, al andar despierto o antes de volverme a dormir o en los sueños. Pero ayer, todo el santo día la he cargado, arrastrado, jalado más que los otros días.
Margarita aseguraba que yo era un payaso. Uno bueno. Margarita era mi prometida. Pensábamos en casarnos. En el circo nadie se casa, sólo se rejuntan y ya está. Nosotros nos íbamos a casar por las buenas. De hecho, nos gustaba la idea. Y mucho. Pero las cosas no salieron como queríamos. Margarita era equilibrista.
No era muda, pero casi no hablaba. Eso sí, escribía a todo momento. Escribía sobre todo lo que le ocurría, sobre todo lo que no le ocurría y le gustaría que le ocurriese, sobre todo lo que pensaba. De pequeña había sido educada por sus padres que también vivían en el circo. Su padre era payaso y su madre sólo cocinaba. Ambos eran gordos, muy gordos. No sé de dónde sacó Margarita ese cuerpo tan delgado, frágil, armonioso. De hecho, no sé de dónde sacó su personalidad. De sus padres seguro que no, no se parecía en nada.
Y cuando digo en nada es en nada. Lo único que tenían en común era la letra. Los tres escribían casi idénticamente. La madre, además de conocer la buena cocina, se movía con especial gracia en la caligrafía. Había estudiado para secretaria siendo joven, pero por unas o por otras terminó en el circo de cocinera. La señora pensaba que se tenía que escribir bien, aunque fueran tarugadas las escritas, pero que siempre se debería hacer con una caligrafía impecable.
Margarita me contó que su madre puso de requisito a su padre escribir igual o mejor que ella. Si no cumplía tal requisito que se olvidara de matrimoniarse. Y para no perder tiempo tenía un plazo de catorce meses. Ni un mes de más ni un mes de menos. Ni un día de más ni uno de menos. Él lo logró. Ellos aseguran que Margarita es el fruto de tal triunfo, de tal matrimonio. Creo que de haber terminado matrimoniados Margarita y yo también hubiéramos adoptado a alguien. O tenido a alguien. Y hubiera sido también un triunfo.
Desde ayer su ausencia se ha convertido en un cáncer. Ayer y hoy, en todo momento, la he cargado, arrastrado, jalado más que el resto de los días. La veo, la siento, la escucho pasar de un lado hacia el otro adentro de mí. Con el vaivén de un equilibrista. Siempre tan equilibrista ella.
Margarita, o me comienzas a soltar ahora mismo, porque yo no puedo soltarte, o de un tirón me llevas contigo.