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Para sacar a los planificadores urbanos de la irrelevancia

Ciudad posible

ONÉSIMO FLORES DEWEY

El planificador urbano se lamenta. Sus planes rara vez se convierten en realidad. Hace décadas nos pide densificar el centro, pero este sigue lleno de edificios subocupados y lotes baldíos. Pide contener el crecimiento en la periferia, pero miles de casitas aparecen cada vez más lejos. El planificador se siente fuera de lugar en cuanto pierde la protección del largo plazo. En el restirador jugaba con un futuro de plastilina, pero en la calle encuentra que nada es tan moldeable.

"Allá al fondo están todas las casas que nunca debieron haber construido. Las presiones inmobiliarias fueron incontenibles. Construyeron sobre la barranca, sobre la laguna, encima de las granjas, lejos de toda infraestructura. Ahí están todos nuestros planes parciales. Ninguno se los permitía." El planificador suspira por un control que nunca tuvo. Rara vez asume responsabilidades. Nos refiere al plan, a ese que dibujó en los ochenta, donde había pintado usos de suelo con colores y delimitado zonas con rayitas. Los villanos siempre son otros, los de arriba, los de los contactos. Su ingenuidad emerge en cuanto intenta enumerar culpables. Su plan era la Biblia, y todos los demás son herejes.

Sostengo que el oficio de la planificación urbana está urgido de una sacudida. Su metodología -al menos la que usan en casi todas las ciudades de México- no es compatible con nuestra democracia. Los planes se hacen en lo oscurito, y rara vez se discuten o debaten en público. Nadie llora cuando alguien los viola, como nadie llora en el velorio del muerto desconocido. El plan se guarda con llave, y sólo se asoma transformado en una lista de proyectos inevitables. Ahí viene el tren, o la autopista, o el aeropuerto. Nadie discute la importancia de estos proyectos para las comunidades que los rodean. Nadie tiene el tiempo ni la información para convencerse de sus beneficios. Sea por miedo o por pereza, el tomador de decisiones nos refiere al plan cuando le conviene.

En cambio, las recomendaciones incómodas de los planificadores nunca ven la luz del día. Una llamada al funcionario basta para conseguir esa autorización que falta. "Échale un piso más y avienta el drenaje al río, que al cabo nadie se da cuenta." La ciudad se extiende por encima del plan, casi como líquido vertido sobre el plano. En el camino, tiramos miles de millones de pesos arreglando entuertos. Ahí esta la congestión en los libramientos y los miles de casas abandonadas. Ahí están los hogares sin servicios, sin protección, sin oportunidades. Ahí están generaciones de mexicanos creciendo sin espacios públicos de calidad. Ahí están los salarios de los planificadores y el gasto de sus oficinas.

Pienso en Zumpango, en Tlaquepaque, en Juárez. Pienso en tantas ciudades donde los planes han sido siempre de chocolate, y donde los corazones de los planificadores están cansados de relatar tanta tragedia. Es cierto que las presiones inmobiliarias son muchas, pero también es cierto que el silencio de la profesión la convierte en cómplice. ¿De qué sirven los planes si nadie los defiende?

Para proteger su relevancia, esta disciplina debería concentrarse más en su proceso que en su producto. No necesitamos iluminatis que pontifiquen hasta la irrelevancia, sino constructores de consensos inatacables. Necesitamos sacarlos de las cavernas de sus oficinas, e invitarlos a provocar un diálogo en los barrios. La población de nuestras ciudades es cada vez más grande y más heterogénea. Estamos tan distraídos con nuestras propias vidas, que somos incapaces de vislumbrar los costos de nuestra urbanización descontrolada. El planificador debe ser quien nos ayude a recordar el valor lo colectivo. El plan debe ser una colección de alternativas, donde la gente pueda percatarse de las consecuencias de la inercia. No queremos una Biblia que todos citen y nadie lea. Queremos una hoja de ruta que nos obligue a confrontar nuestros deseos con nuestras capacidades, a negociar soluciones a nuestros disensos y a descubrir las ideas que nos unen.

El planificador urbano no puede seguir siendo la visagra que legitima lo que las minorías ya decidieron, ni el rey de la irrelevancia burocrática. Para ello, la profesión debe transformar el proceso de imaginar el futuro en la principal herramienta para defenderlo. Sólo si la ciudad se convence de que violar el plan es violar a nuestros niños, evitaremos que los políticos débiles y los empresarios fuertes hagan de las suyas. Necesitamos planificadores que sepan comunicar ideas complejas de forma sencilla. Gente que pueda servir como puente entre grupos aparentemente incompatibles, capaz de fabricar alternativas que no sacrifiquen el todo por lo poco. Para no ser condenada a la irrelevancia, esta disciplina debe lograr algo que hoy parece imposible: Que en un futuro no muy lejano, no sólo los planificadores estén enamorados de los planes.

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