Ciertos actos resumen una vida y la dotan de especial sentido. Quiero hablar de un hombre en su hora más alta, que de manera ejemplar fue la última.
Conocí a David García Fabregat hace un par de años, en la presentación de un libro de su hija, Julieta García González. La gente se acercaba a saludarlo sin saber quién era, atraída por su magnético carisma. David tenía la estatura, el porte, la enfática nariz y la sonrisa de John Wayne, el gran vaquero de mi infancia. Irradiaba la felicidad de quien ha ganado numerosos combates y se encuentra ahí para proteger a los demás. Antes de presentar el libro, los asistentes nos presentamos ante él. De manera asombrosa, el título de ese volumen de cuentos, Pasajeros con destino, anticipaba la última etapa de su vida.
Todo mundo tiene historias, pocos tienen destino. A sus 71 años, David ostentaba la corpulencia del sheriff al que los años no han restado puntería. En su calidad de contador público especializado en cuestiones fiscales, calculaba como quien impone la ley en un condado. Por su hija Julieta, sabía que era un contador de contadores, consultado por empresas a las que devolvía la fe en el sistema decimal.
Pocos días después de aquella presentación, coincidimos en uno de sus sitios favoritos, el restaurante Nuevo León. Me saludó con efusividad y conversamos de dos de sus pasiones, la lectura y el futbol. No es fácil que los escritores se relacionen con personas dedicadas a los números. Cuando George Bernard Shaw se reunió con un banquero, lamentó la disparidad de sus intereses: "Él quería hablar de literatura y yo quería hablar de dinero".
David era un buen analista de la prensa y de la selección nacional. Además, me adiestró en uno de los más escabrosos temas de los últimos tiempos: la reforma fiscal de Luis Videgaray. Como tantos causantes, me sentía asfixiado y comenzaba a desconfiar de mi contador, incapaz de sortear abusos. Consulté a David en busca de consuelo y recibí una cátedra demoledora acerca de la arbitrariedad, la torpeza y la selectiva tolerancia de evasiones de la reforma. "Tu contador es estupendo, pero Hacienda está manejada por inútiles", dijo con su habitual contundencia. Luego soltó una de las bromas escépticas con las que mitigaba la adversidad, al modo de un alguacil que sopla el humo de un revólver recién disparado.
Nada une más que tener un enemigo común. El dramático diagnóstico de David me devolvió la fe en mi contador y en las personas que me rodeaban, todas amenazadas por la injusta sangría fiscal.
Cuando escribí un artículo sobre el delirante sistema de facturación impuesto por Hacienda, me envió un correo con significativos aportes a la causa. Por entonces ya se había convertido para mí en lo que fue para tanta gente, un defensor armado de sumas y restas.
Cuesta trabajo atribuirle debilidades a la gente que idolatramos. David se sintió mal un día, minimizó sus síntomas, tranquilizó a todo mundo y anunció que se sometería a una operación "de rutina". Lo único incalculable para él era su organismo. Cuando supo que el cáncer le había declarado una guerra sin cuartel, reaccionó en su estilo, luchando con la entereza de quien considera que toda contrariedad es una impostura.
Durante casi un año se sometió a salvajes intervenciones hasta que los esfuerzos de los médicos fueron vanos. ¿Qué hace un hombre consagrado a ordenar cuentas cuando se entera de que carece de futuro? David transformó el arbitrario azar en un acto de su voluntad.
Llego a la escena que justifica este artículo y muestra el tamaño de una vida. David convocó a sus amigos y familiares el sábado pasado para despedirse de cada uno de ellos. Fiel a su temperamento, prohibió que lloraran. Quienes no estábamos en México le enviamos mensajes. Según cuenta su hija Julieta, no dejó de aconsejar a nadie mientras los señalaba con su célebre "dedo García", el índice admonitorio del buen sheriff. Un trío interpretó sus canciones favoritas, hubo risas y la despedida se convirtió en una fiesta del afecto.
El lunes, a las nueve y media de la noche, David murió con la serenidad de quien redondea una cuenta. Su extraordinaria lección de vida ocurrió en vísperas de la Nochebuena, esa extraña fábula de la inmortalidad. Pasajero con destino, García Fabregat salió del mundo para avivar nuestra memoria.