El caso de los 43 normalistas desaparecidos de Ayotzinapa muestra la realidad mexicana, despierta la conciencia ciudadana y evidencia las limitaciones institucionales y personales del Estado mexicano. Aunque es uno más en la larga cadena de crímenes de Estado y de la crisis de inseguridad y violencia que vive México desde el 2007, todo indica que será este incidente el que se convierta en parte aguas de la vida pública nacional.
En primera instancia, aunque todavía el miércoles pasado el secretario de Gobernación, Miguel Ángel Osorio Chong, se empeñaba en vender el discurso oficial de que la inseguridad ha disminuido y que el gobierno de Peña Nieto sí ha tenido éxito en el combate a la delincuencia organizada, los condenables hechos de Iguala obligaron a todos los actores políticos a retomar públicamente el tema.
Después de dos años en los que el tema desapareció del discurso oficial, salvo para anunciar la captura de los capos del narcotráfico o las nuevas estrategias para combatir la inseguridad en Michoacán, Tamaulipas y el Estado de México, el gobierno federal tuvo que ceder ante la realidad y reconocer que se requiere de una estrategia nacional. Ya no lo pudieron ignorar.
Pero también fue el detonador que catapultó la solidaridad y aceleró el despertar de la sociedad civil mexicana. Hay que insistir que no es ni el primero ni el único caso, sino uno más de una larga cadena, pero por sus características impactó como ningún otro en la conciencia de la ciudadanía mexicana, que hoy se moviliza para exigir la presentación con vida de los 43 desaparecidos y para protestar contra la incapacidad oficial para atender sus demandas.
Las manifestaciones se repiten a lo largo y ancho del país, con una intensidad y pasión inédita; pero también alcanza a mexicanos y extranjeros en las principales capitales del mundo, que se suman a esas jornadas.
Al mismo tiempo, los medios de comunicación, mexicanos y extranjeros, revelan los excesos y presuntas ilegalidades del presidente Enrique Peña Nieto y su señora. Investigan y difunden que Juan Armando Hinojosa Cantú, el contratista del sexenio, recibió durante los seis años de gobierno de Peña Nieto en el Estado de México, contratos por 36 mil millones de pesos; que en estos primeros dos años ya tiene asignadas obras por 22 mil millones de pesos; que eran parte del consorcio que construiría el tren rápido México-Querétaro, licitación que finalmente la Secretaría de Comunicaciones y Transportes tuvo que cancelar, con un importante costo para el erario.
Denuncian que la esposa del presidente, Angélica Rivera, compró una mansión en Las Lomas, con valor de siete millones de dólares, precisamente al contratista del sexenio; y que el mismo año en que se casó con el ahora presidente adelantó la liquidación de una deuda de casi 1.4 millones de dólares por la compra de un departamento en Florida.
Y el Gobierno no acierta en sus respuestas, los escándalos crecen y se multiplican. La cadena se inicia cuando las autoridades pretenden negar la desaparición misma; después Peña Nieto se suma a la cadena de errores, cuando pretende endosar toda la responsabilidad de los hechos de Iguala al gobernador de Guerrero, Ángel Aguirre; ante la exigencia, no tiene más remedio que ordenar la intervención del procurador Jesús Murillo Karam, que de inmediato dirige las investigaciones para inculpar únicamente a los policías municipales.
La cadena es larga y el recuento minucioso requiere más espacio que el de esta colaboración, pero el anuncio del Plan contra la Inseguridad y la corrupción tampoco parece una respuesta acertada, todo lo contrario. Ante la exigencia ciudadana y el acelerado debilitamiento del Estado mexicano y la figura presidencial, el lunes 24 de noviembre Osorio Chong anunció que el jueves 27 el Presidente dirigiría un mensaje a la nación en el que anunciaría un plan para resolver la crisis.
La especulación sobre el contenido del mensaje apareció de inmediato y, como siempre sucede en estos casos, las expectativas se elevaron al máximo; pero el resultado decepcionó. El ansiado plan es nada más el reciclado de ideas, proyectos e iniciativas anteriores, algunas de ellas incluso en espera de dictaminarse en el Congreso de la Unión; pero lo peor: evade absolutamente toda responsabilidad del gobierno federal y del Presidente en la crisis actual.
Ante la mayor crisis de los últimos 80 años, el Gobierno responde con una colección de medidas aisladas, que bajo ninguna óptica pueden considerarse un plan integral, que además excluye totalmente al gobierno federal (incluyendo al Ejército y la Marina) en todos los vicios, abusos e irregularidades (incluyendo la infiltración del crimen organizado en los cuerpos policiacos, el tráfico de contratos públicos y los crímenes de Estado, entre otros) que atribuye principalmente a las autoridades y policías municipales.
En su intento por captar la atención de la opinión pública fustigó a los empresarios que sobornan y corrompen para obtener jugosos contratos y pingües ganancias, pero al mismo tiempo pretende cerrar toda discusión sobre las ilegalidades en las que incurrió en su declaración patrimonial y la compra de la llamada "Casa Blanca".
Las ediciones del viernes de los mismos diarios que hace algunos meses elogiaban sus reformas estructurales (The Wall Street Journal, The New York Times, Los Angeles Times, The Economist y Financial Times, entre otros) criticaban puntualmente las carencias de su mensaje y su plan.
El esperado mensaje es el eslabón más reciente en la cadena de errores del Presidente y el gobierno federal ante la crisis nacional: en lugar de contribuir a su solución, la agrava.