El miércoles de la semana pasada tuve la oportunidad de participar en un foro en el Senado de la República, en el que se discutieron diversos aspectos de la política exterior mexicana. Senadores, periodistas, académicos, funcionarios, exfuncionarios y uno que otro despistado (o sea yo) conversamos y pontificamos acerca de lo que ha sido, es y debería ser la relación de México con el resto del mundo.
La mesa en que me tocó participar estuvo gratamente libre de excesos retóricos partidistas. Mucha crítica y mucha propuesta, como debe de ser, pero poco protagonismo. No sé si todas las demás tuvieron la misma fortuna, pero por lo que he leído y escuchado, en el foro convocado por el senador Víctor Hermosillo estuvieron los que tenían que estar y se ausentaron los que debían hacerlo. Más sustancia que ego, es esa siempre la mejor receta para que las conferencias o los foros públicos salgan bien.
La diplomacia mexicana tiene, o tuvo, una bien ganada fama: sus principios históricos sirvieron bien al país durante décadas, basados como estaban en las necesidades de una joven y vulnerable nación. Los principios de no intervención, de solución pacífica de las controversias, de autodeterminación, siempre hicieron perfecto sentido jurídico, pero además práctico: invadido tantas veces, con un vecino agresivamente expansionista en camino de volverse superpotencia, México difícilmente podía apostarle a la fuerza militar como mecanismo de supervivencia. La alternativa obvia era el derecho internacional y la diplomacia.
Pasado el turbulento período revolucionario e instalado el régimen del partido preponderante, los principios añejos adquirieron utilidad adicional: un gobierno que se sentía (y era) cuestionado por su falta de vocación democrática y de respeto a los derechos humanos necesitaba también un discurso que le sirviera como defensa, como dique a las críticas de fuera y de dentro. Y de paso, hay que decirlo, también como una vacuna contra intentos intervencionistas disfrazados de vocación democratizadora. Y es que el vecino expansionista no dejó nunca de serlo, sólo cambió de métodos y de campos de batalla.
Con la alternancia vino la confusión: un bono democrático que poco nos duró, una reforma migratoria que fue un espejismo en el que varios se perdieron, y una lamentable partidización, o personalización, de las prioridades de la diplomacia. Desde el cobro de agravios personales hasta la promoción de candidaturas individuales, la política exterior mexicana se redujo en un sexenio a lo personal. Y lo personal era muy chiquito, tanto que nos generó una serie de crisis diplomáticas sin precedente. Como dice Jorge Chabat, una política exterior muy osada: llena de osos.
El daño hecho a la tradición diplomática mexicana durante seis años todavía nos cuesta. El trabajo de reparación y reconstrucción emprendido en los sexenios de Calderón y Peña ha servido y mucho, pero no ha sido suficiente para encontrar nuestros nuevos principios, nuestra nueva razón de ser en el escenario internacional.
No es esa una tarea que corresponda exclusivamente al gobierno en turno, ni a la Cancillería del momento. Debe ser producto de un gran acuerdo, para que la política exterior vuelva a ser de Estado y no de partidos, de presidentes o de personas. Las grandes aberraciones históricas de la diplomacia mexicana se dieron por caprichos u ocurrencias del presidente o el canciller en turno. Es momento de buscar una política exterior en la que todos nos veamos representados, en la que todos coincidamos.
Las grandes potencias han prosperado, entre otras cosas, porque saben presentar un frente unido, una sola cara hacia afuera. Es momento de que hagamos lo propio.
(Internacionalista)