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Presencia y ausencia

CUARZO ROSA

Presencia y ausencia

Presencia y ausencia

Cecilia Lavalle

Hay ausencias llenas de presencia. Por eso suele parecernos que apenas ayer estaban aquí. Por eso les recordamos o les invocamos como si nunca se hubieran ido. Por eso duele.

Sólo porque lo veo en mi calendario sé que mi padre murió hace cuatro años. ¡Cuatro años!, fue lo primero que exclamé cuando vi la fecha. No puedo creer que haya transcurrido tanto tiempo.

Y no puedo creerlo porque todavía puedo evocar con enorme claridad, los preparativos para recibir a mi madre y a él en mi casa. Vendrían unos días a visitarnos. La llamada de mi hermano diciendo que mi padre había sufrido una grave hemorragia y estaba en el hospital. El preparativo de mi maleta y el viaje con el corazón hecho nudo. El abrazo de mi madre, el rostro adusto de los médicos, el ir y venir de las enfermeras, la angustia compartida con mis hermanos, el diagnóstico de cáncer, el piso cayéndose bajo los pies de mi madre, las interminables horas en terapia intensiva, la hermandad que se genera entre quienes esperamos noticias del familiar amado en esa sala donde la presencia de la muerte es constante, el rostro de la esperanza o de la desolación alternándose, como actores en escena, cada vez que alguien recibía noticias de su ser amado, cada vez que salía de la visita de diez minutos permitida, cada vez que alguien regresaba bañada en llanto con la despedida en los labios.

Recuerdo, como si hubiera sido la semana pasada, la llamada de mi amiga María, tanatóloga, diciéndome que era hora de despedirse, que no perdiera la oportunidad de decir todo lo que necesitaba decir, la amorosa necedad de mis hermanos aferrándose al «hilito» de vida que le quedaba a mi padre, la fortaleza de mi madre con el corazón hecho pedazos, las canciones que en voz muy bajita le canté a mi padre, la visita que me hizo entre sueños para pedirme que le dijera a mi madre cuánto la amaba y que estaba feliz, la llamada antes de que terminara el sueño para avisarnos que mi padre moría, que podíamos ir a decir adiós.

Pero no es sólo que recuerde con exactitud meridiana lo que aconteció a lo largo de dos meses hace cuatro años. Es que su ausencia es más presencia que ausencia.

A menudo pienso en él como si aún pudiera abrazarlo, como si estuviera sólo a unas horas de distancia, como si al llegar a la casa materna estuviera a punto de verle despertar de su siesta, como si no nos hubiéramos despedido para siempre.

Miro la fotografía donde sonríe y me abraza, y me parece que eso puede suceder cualquier día de estos. Le recuerdo cuando oigo una canción de la trova yucateca, y siento que puedo cantarla con él en mi próxima visita. Con algún detalle le evoco sonriendo, y creo que tengo su risa al alcance de una llamada telefónica.

Y, honestamente, no me interesa la explicación razonada, el diagnóstico del duelo, la sabiduría psicológica, la mirada religiosa, las frases hechas para dar aliento. Cuando caigo en cuenta que no lo veré en mi próxima visita, que no jugará cartas o dominó conmigo, que no cantaremos a dúo Perdón, que no le oiré reír a carcajada limpia por alguna bobera, a mi corazón le duele. Y entonces, lo único que apetezco es un abrazo.

Correo-e: cecilialavalle@hotmail.com

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