Primero muertas que sencillas
“¡Oh! Niña, si supieras que cuando tu pasas/ el mundo entero se llena de gracia/ con tu balanceo camino del mar...”
La chica de Ipanema
Salvo por la rigidez con que la camisa oprime el cuello y tal vez la formalidad de la corbata, la vestimenta masculina está diseñada para facilitarles el movimiento. Ellos pisan la vida con unos zapatones que se pegan al suelo como imanes, y llevan todo su equipamiento (cartera, tarjetas, pañuelo, llaves, teléfono y monedas) en los cinco o seis bolsillos grandes, pequeños y hasta secretos que tienen los sacos, y otros tantos los pantalones.
A excepción de dos o tres amigos míos que necesitan polvera, los hombres no cuelgan sobre sus hombros un pesado bolsón con el kit de sobrevivencia imprescindible para nosotras. Con las manos libres y un paso seguro, salen a adueñarse del mundo cada mañana. En cuanto a las mujeres, siempre he sospechado que la poderosa industria de la moda tiene la secreta misión de hacer lento nuestro paso.
La dominación masculina a través de la moda comienza en China, allá por el siglo X, cuando, con objeto de realzar la gracia de sus movimientos, las bailarinas de palacio vendaron sus pies con listones de colores, dando inicio a la bárbara costumbre que se mantuvo por más de mil años, de deformar y empequeñecer los pies de las niñas. El pequeñísimo y monstruoso “Pie de Loto” acabó por restringir el paso femenino hasta ajustarlo a los valores defendidos en aquel tiempo por Confucio: la vida doméstica, la virtud y la maternidad.
Y sí, ¿a qué otra cosa se podía aspirar con unos pies permanentemente torturados? Esto me viene a la cabeza ahora que los tacones de vértigo y las cuñas de quince y hasta veinte centímetros en el calzado femenino son una nueva forma de tortura, que además de atentar contra la salud de la columna vertebral, nos obliga a caminar como pollos espinados.
Y pues sí, se disfruta eso de mirar al mundo desde arriba. De pronto somos altísimas y lucimos más esbeltas, pero una cosa lleva a la otra y acabamos perdiendo el ritmo y la gracia del balanceo natural del cuerpo femenino. Es imposible -al menos para mí- imaginar a la chica de Ipanema “con su balanceo que es todo un poema”, caminando a trancos y en precario equilibrio sobre los zancos que hoy nos impone la moda.
Es fácil, en cambio, imaginarla descalza ejerciendo a su paso lo que Agustín Lara llamó “el hechizo de la liviandad”, porque la belleza proviene de la postura, de la armonía, de la naturalidad y la libertad de movimiento, que es todo lo contrario a la propuesta de la moda contranatural con que nos emparejan los modistos de hoy. Todas coludas o todas rabonas. Todas melenudas con zancos y bolsón.
En la pérdida de toda lógica en el vestir y el calzar femenino, sospecho, como dije antes, de una conspiración masculina para hacernos perder el paso, para que nos rompamos la crisma antes de seguir conquistando territorios que durante tantísimo tiempo los hombres consideraron de su absoluta jurisdicción. Y conste que esto no es una queja. No pierdo el gusto por «entaconarme» y tampoco renuncio a seguir colgando sobre mis hombros el bolsón a la moda; porque como dice mi amiga Boruca: “primero muerta que sencilla”.
A mí, como a la maestra Gordillo, “me gusta gustar” y no estoy dispuesta a renunciar a la estatura que me ofrece la plataforma, aunque tenga que treparme a mis zapatos por una escalera. Lo único que quiero resaltar aquí, es el hecho de que a pesar de machacarnos los pies con los tacones, de las horas que invertimos en el cuidado personal y el complicado arreglo que nos exige la mañana, a pesar de la impedimenta que llevamos a cuestas, no nos vamos a detener.
Si el mundo pierde la gracia de vernos andar con un balanceo camino del mar, pues ni modo, patulecas y todo vamos a seguir avanzando hasta conquistar los territorios de equidad y justicia que nos corresponden.