El modelo político-económico reconstruye el espacio físico social a su imagen y semejanza, con sus vicios y virtudes. Los centros de población surgen, crecen, se desarrollan o transforman de acuerdo a las leyes que rigen dicho modelo. Así, en términos generales, en la llamada civilización clásica, basada en el esclavismo, la ciudad surge como punto de encuentro entre los grupos aristocráticos y sus clientelas y transita hacia un vórtice de la vida cívica de los hombres libres que ejercen la política. Lo que sostiene a la ciudad grecorromana es la explotación rural, ejercida con mano de obra esclava, o semiservil en la antigüedad tardía, en predios concentrados en terratenientes que forman parte del cuerpo de ciudadanos. La vida de la ciudad, entonces, se opone a la vida rural aunque la primera dependa de la segunda. El gran armazón político unificador del Mediterráneo, el Imperio Romano, reprodujo por todos sus dominios un modelo de ciudad específico: se trataba de replicar a la Ciudad Eterna en todos los rincones del orbe conocido.
En el Medioevo, particularmente en el Occidente europeo, la ciudad tendió a dispersarse, una vez que el poder político y económico del antiguo régimen se disgregó. Las transformaciones sufridas a lo largo de los siglos derivaron en una ciudad en donde la soberanía en toda su extensión era ejercida exclusivamente por un señor feudal. Las ciudades, menos pobladas que en la antigüedad, crecieron en torno a los castillos, símbolos del poder de quien no sólo mandaba políticamente, sino de quien era dueño de las tierras cultivadas con mano de obra servil. Más tarde, con el desarrollo del capitalismo, las ciudades se transformaron en centros de producción y distribución de mercancías hasta que entrada la Revolución Industrial, la era de la economía a gran escala, comienzan a adoptar la forma que hoy les conocemos.
Unas con más éxito que otras, las ciudades hijas del capitalismo tienden a atraer enormes flujos de población del campo u otras ciudades menos desarrolladas. Las fábricas proliferan, los barrios de trabajadores rodean los centros masivos de trabajo y el capital se concentra en unas manos. Así surgió, en gran medida, Torreón. Heredera de una vida agrícola y de un régimen casi feudal de producción -las haciendas-, rápidamente se convirtió en el emblema del experimento porfirista del "orden y el progreso" y en destino de capitales nacionales e internacionales, así como de mano de obra de distintas partes del país e, incluso, del mundo.
Pero la enorme desigualdad intrínseca en el modelo porfirista lo hizo inviable y su ruptura fue violenta. No obstante, el capitalismo sobrevivió y se incubó en el régimen post revolucionario. La imposición del esquema neoliberal priista desde los años ochenta dio un impulso mayúsculo a las fuerzas del capital que, una vez más, transformaron a las ciudades. El Torreón de hoy es hijo de ese cambio. Tierra acaparada para nuevos usos: habitacionales e industriales, principalmente. Industria maquiladora. Franquicias en el sector servicios. Expansión desordenada de la mancha urbana. Explosión demográfica. Lumpenización de barrios. Imposición del automóvil como principal medio de movilidad. Concentración de la riqueza. Segregación urbana con la creación de colonias amuralladas. Despoblamiento del centro. Implantación de nuevos modelos de mercado -grandes centros comerciales-. Aumento de la inseguridad y la criminalidad.
El federalismo fallido intentado durante la era de la alternancia permitió a los gobiernos estatales reproducir el antiguo centralismo en las capitales de las entidades. Ciudades como Torreón y Gómez Palacio sufrieron el abandono de los ejecutivos de Coahuila y Durango, respectivamente, como otras ciudades importantes del interior de la República: Ciudad Juárez frente a Chihuahua; Tijuana frente a Mexicali; Reynosa y Nuevo Laredo frente a Ciudad Victoria; Uruapan frente a Morelia. Este abandono, aunado a las malas gestiones de gobiernos municipales, impidieron paliar las consecuencias de un modelo de desigualdad insostenible. La crisis social era una bomba de tiempo. Y estalló. La vivimos a finales de la década pasada y a principios de ésta. La estamos viviendo todavía. Intentamos salir de ella.
Preocupa que, hasta ahora, los gobiernos emanados de partidos con esquemas políticos clientelares, traten de atacar sólo los efectos y no las causas de la ruptura y decadencia de las ciudades. Y como alternativas, ofrecen soluciones ya exploradas, a medias o que atentan contra la armonía social y ecológica. Explotación de recursos naturales -petróleo, gas de lutitas, agua- como única opción de crecimiento económico a costa del medio ambiente. Estrategias de promoción económica desarticuladas y centradas en la necesidad del capital y no de la comunidad. Privatización de servicios públicos que son disfuncionales a causa de la corrupción gubernamental. Planes de infraestructura centrados en vialidades para automóviles. Programas sociales asistencialistas. Concentración de poder político y económico. Militarización de policías.
Estamos en un punto de inflexión, ya sea para mejorar o para empeorar. Como sociedad, vale la pena preguntarnos: ¿hacia dónde queremos ir? ¿Qué hemos aprendido de esta crisis? ¿Qué ciudad queremos construir? ¿Estamos dispuestos a dejar esta importante decisión exclusivamente en manos de quienes gobiernan y detentan el poder económico? O ¿estaremos dispuestos a contribuir todos a construir las respuestas, a abrir las salidas? Hasta ahora el capital y las capitales han sido quienes han modelado la ciudad que habitamos. Tal vez es la hora de que la sociedad civil adquiera el papel protagónico en la escena de la edificación del Torreón y La Laguna a la que aspiramos.
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