Niños palestinos que lograron sobrevivir tras el bombardeo que se dio en la escuela de las Naciones Unidas que dejó 17 personas muertas.
Apoyados en cuclillas sobre la tapia, Hisham al Mukbari y los hombres que se refugian en el principal cementerio de Gaza forman una hilera de rostros prematuramente envejecidos por la penuria y las guerras.
Los de las mujeres, apenas asomadas tras las mugrientas sábanas que aíslan los chamizos de las miradas indiscretas, asemejan un laberinto de arrugas esculpidas por el buril del sol, el hambre y la tragedia.
Y los de los niños, que corretean y juegan al escondite entre las dañadas tumbas, rodeadas de cascotes e impactos de metralla, un tablero de ajedrez en el que se alternan sonrisas albas y miradas ensombrecidas por misiles y penas.
"Murió aquí, junto a esa losa. La enterramos con otras seis personas. Tenemos que enterrar a las personas unas encima de otras porque ya no hay sitio", explica Hishan, piel cacao, mostacho poblado, manos callosas y miseria tatuada en el cuerpo.
"El misil cayó desde allí. Suheir estaba con la colada ¿Por qué se bombardea un cementerio?", agrega, mientras uno de sus siete hijos muestra los restos del proyectil y los agujeros que las esquirlas han perforado en las paredes de la chabola.
El mediodía avanza en el camposanto de Sheij Shaban, vecino al primer hospital construido en Gaza -en tiempos del Mandato británico sobre Palestina (1920-1948)- y un grupo de veinteañeros de mirada suspicaz emerge de las sombras.
"Este debería ser un lugar seguro. Pero los israelíes disparan ya contra todo. Necesitamos que esto acabe, necesitamos sentirnos libres", explica Ahmad, aparente líder, que admite su respaldo al movimiento islamista Hamas, que controla la Franja de Gaza desde junio de 2007.
"Hamas lucha por nuestros derechos. Sólo queremos tener derechos, que se acabe el bloqueo, que podamos viajar", interviene Ibrahim, 23 años, un desempleado que sueña con viajar a la ciudad cisjordanda de Ramala, donde sus primos dicen que se puede incluso ir al cine.
Una idea que Asad Abu Shareij, profesor de Lenguas Extranjeras en la Universidad de Al Aqsa, repite para argumentar por qué muchos gazatíes no se rebelan contra el movimiento islamista y celebran los cohetes que se lanzan desde la Franja de Gaza contra Israel.
"Lo que reclama Hamas es lo que quieren todos los palestinos. El fin de un bloqueo que nos mata lentamente. El fin de un bloqueo asesino, el más cruel de los tiempos modernos, que es en realidad una muerte en vida", afirma.
"Sólo queremos dignidad. Los mismos derechos humanos y la misma dignidad de la que disfruta el resto de las personas del mundo, ¿Por qué se nos niega? ¿Por qué el mundo admite un asedio que nos ha condenado a la pobreza y fomentado el extremismo?", se pregunta con vehemencia.
En 2007, poco después de que Hamás expulsara a las milicias del movimiento nacionalista palestino Al Fatah y se hiciera con el control de Gaza, Israel impuso un asedio militar y un bloqueo económico que ha depauperado la Franja de Gaza.
Siete años después, y según la ONU, cuatro de cada cinco gazatíes en la hiperpoblada Gaza -casi dos millones de personas en 325 kilómetros cuadrados de costa, más de la mitad niños- viven bajo el umbral de la pobreza.
Una tragedia que se agravó aún más el pasado año, después de que Egipto selló la frontera y destruyó el 90% de los túneles que comunicaban ambos territorios y permitían el suministro clandestino de la franja.
Sin agua corriente, sin apenas electricidad, sin trabajo y con la esperanza dolorida, cuesta encontrar una faz amable a un futuro que ni siquiera se vislumbra.
Más calmado, de pie en un paseo marítimo terroso y espectral, plagado de heridas de guerra y pobreza que contrasta con el moderno y dinámico de Tel Aviv, a escasos 70 kilómetros, Abu Shareij insiste en que los cohetes son, en realidad, una defensa obligada."¿Qué quiere que hagamos? ¿Dejar que nos maten con sus poderosas y modernas armas llegadas de Estados Unidos y nos quitan poco a poco esta tierra? Hemos nacido aquí y tenemos derecho a vivir aquí, como un estado libre", concluye.
Sentado bajo la sombra en el atestado hospital Al Shifa, oficina temporal de periodistas y portavoces del movimiento islamista en tiempos de batalla, Salah al Badieh, abogado, insiste en el argumento.
"A un chico que le han matado a un padre, a un hermano, a un amigo, que no tiene trabajo ni otra cosa que hacer, le das un arma y ¿qué hace? Mientras en Gaza no haya esperanza ni futuro, la resistencia tendrá apoyo", sentencia.
Hisham Al Mukbari no entiende de política, pero sí de la vida y de la muerte, para la que cava hoyos, cada vez menos profundos para no molestar a quienes como Suheir -y antes que ella- ya no padecen ni disfrutan, sólo se consumen.
Sudoroso, alza en brazos a su hijo más pequeño -un crío harapiento que arrastra un cubo entre las lápidas- y grita: "solo queremos otra vida".
‘Noche del destino’
El campo de refugiados de Kalandia, a las afueras de Ramala, se despidió ayer viernes al joven Mohamed Al Ajer, de 17 años, una de las últimas víctimas que deja la operación miliar sobre la Franja de Gaza.
Asidos a la rabia, más de diez mil palestinos marcharon anoche, la más sagrada del Islam, entre los campos de refugiados de Al Amari y Kalandia, cuyo principio o fin custodia un Ejército israelí sin rostro, preparado para frenar una masa que gritaba por la dignidad de sus “hermanos” en la Franja de Gaza.
Una de las mayores protestas masivas que las calles de la ciudad de Cisjordania recuerdan -“quizá no habíamos visto nada así desde la primera Intifada”, aseguran repetidamente los testigos-, avanzaba bajo una misma bandera, la palestina, hacia la inalcanzable mezquita de Al Aqsa.
El tercer lugar más sagrado del Islam, que la ciudad santa de Jerusalén acoge al otro lado del punto de control israelí, era la meta de los congregados, que pretendían rezar, con una misma voz, por “una Palestina unida que no conociera el sufrimiento nunca más”, dijeron.