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Rapamontes

ADELA CELORIO

Enclavado en un bosque del Estado de México, Avándaro es un pequeño paraíso donde las casas son una más bonita que otra, y en sus magníficos jardines siempre es primavera. Los ricos propietarios de esas casas de fin de semana le imprimen al pueblito una atmósfera que pedantemente llaman "sport chic", y para que no falte el toque pintoresco, tempranito aparecen los lugareños con su oferta de girasoles, de alcachofas y espárragos recién cosechados. Aparecen también las mulas mañaneras cargadas de leña y ocote para que en cada habitación de cada casa, las chimeneas crepiten por las noches, que siempre son frías. Yo que llevo madera en mi ADN, quiero comprar la leña, las mulas y hasta los leñadores. Lleno mi cajuela con la voracidad de quien sabe que también el ocote es una especie en extinción; y no por la tala de los leñadores sino por los tráileres piratas que por la noche salen del bosque cargados de troncos y con rumbo desconocido.

Todo este trasiego de leña y madera me recuerda "El Copalito", un tupido bosque en las faldas del Pico de Orizaba donde papá tenía un aserradero. Manejaba una vieja pick-up que con un letrero en la defensa delantera anunciaba: "Voy con mi hacha". "Se siembran cinco pinos por cada uno que se corta", se justificaba mi padre. Para descargo de la parte de culpa que me corresponde como hija de un rapamontes, quiero pensar que "El Copalito" es hoy un tupido bosque, ya que cuando papá lo rapaba aún no se rompía el punto de equilibrio, la tierra tenía tiempo para recuperarse y era lo que hoy llaman sustentable; porque hasta mediados del siglo pasado el uso de los recursos naturales era razonable y los terrícolas éramos pocos. (México, entro en el Siglo XX con una población de 13 mil millones de habitantes y explotó en el XXI con más de 112 mil millones. Hoy nuestro planeta Tierra es una madre que debe proveer alimento a más de siete mil millones de seres que aunque sólo comiéramos un cuenco de arroz cada uno, acabaremos por devorarla.)

Éramos pocos y la vida era austera. La casa, el coche, los muebles se compraban para siempre. La confección era doméstica y las telas se reciclaban. Yo por ser la mayor estrenaba el uniforme de la escuela, que dobladillos arriba y dobladillos abajo, debía servir hasta mi tercera hermana. Una vez por semana Zapatones se instalaba en el traspatio de la casa para cambiar tapas, tacones o simplemente pulir el calzado de la familia. Las opciones eran Colgate y Palmolive, y sin enjuagues ni tratamientos especiales, el único lujo del baño era el jabón de coco para lavar el cabello.

Reciclábamos los listones, los corchos, las envolturas de los chocolates; y ya puestos a guardar, guardábamos también los mocos en los pañuelos de tela. Acostumbrados a comprar en las tiendas de abarrotes, cuando los supermercados nos pusieron a la mano mercancías novedosas y hasta un carrito para cargarlas, nos arrojamos sobre los anaqueles como niños en juguetería. Ese fue nuestro entrenamiento como consumidores compulsivos. Se acabó la sobriedad y la templanza y comenzó la etapa más abundante en la historia de la humanidad.

La producción en serie dejó ociosas las primorosas manos de los artesanos. Sin llegar a los excesos de Imelda Marcos que como cualquier ciempiés necesitaba 1,220 pares de zapatos, hoy para sentirnos seguras, las mujeres "necesitamos" como mínimo treinta pares. Con los pañales desechables cubrimos la capa de la tierra. Estrenamos autos, enseres domésticos, y nos hicimos tecno-dependientes.

De una televisión que compartida con la familia y hasta con los vecinos reinaba en la sala de la casa, pasamos a tener una pantalla en cada habitación. Cambiamos los teléfonos públicos en los que hablábamos en privado, por los teléfonos privados en los que hablamos en público. En nombre del consumo, hasta las parejas se hicieron desechables. Los terrícolas de la segunda mitad del siglo XX, hemos sido los primeros en la historia de la humanidad en conocer la abundancia y el derroche.

Ningún emperador chino hubiera soñado con poseer los objetos que ahora para cualquier chiquillo son un derecho. Las personas de mi generación derrochamos los recursos naturales como esos hijos que dilapidan alegremente la herencia de sus padres y acaban por dejar a sus propios hijos en cueros. Algún milenio de estos sucederá que la Tierra empobrecida y seca irá a dar con sus huesos al cementerio de los planetas.

Es Ley de vida y eso no está a discusión, pero como decía un anciano amigo mío, ya sé que toca morirme, pero no quiero que nadie me empuje. Nunca he sido partidaria de la templanza, soy malcriada y me quedo bajo la regadera más tiempo del necesario, consumo electricidad y gasolina como si fueran a durar para siempre, ¡pero caray! ¿Acaso nadie se da cuenta de que cada vez que cortamos un árbol cae una estrella?

adelace2@prodigy.net.mx

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