Esta semana cené los primeros tamales recalentados de la temporada. Y junto a su olor, llegaron recuerdos de mi niñez en víspera de la Noche Buena.
La vida entonces era simple y divertida. Todo era espera e ilusiones por los regalos que llegarían el 24.
Los regalos no eran lo que uno pedía, sino lo que nos podían comprar y previamente nos habían inducido a pedir.
Ir al centro a ver los aparadores de "La Suiza" o los del "Siglo XX", era toda una aventura que nos despertaba los sentidos y nos hacía soñar.
Desde los primeros días de diciembre, mi casa se llenaba de olores a tamales y buñuelos, así como a gobernadora, porque mi padre ponía gruesos ramos de esa planta distribuidos en toda la casa y despedían un olor inconfundible, que era señal de que había llegado la Navidad.
Éramos pobres y felices, pero no porque nos faltara dinero (que siempre faltaba), sino porque necesitábamos muy poco para vivir.
Nadie envidiaba a nadie, porque todos teníamos más o menos lo mismo. No sabíamos de clases sociales y nadie presumía de ser más que otro. Era una sociedad igualitaria por necesidad.
Un buen día, mi madre sacaba aquella olla inmensa, especial para hacer tamales, y todos nos sentábamos al derredor de la mesa de la cocina, para ayudarla a preparar aquellos manjares.
Previamente me había mandado a la tortillería del barrio, a comprar una masa especial para confeccionarlos y ella iba preparando la carne deshebrada y el pollo para poner dentro de la masa.
En el fondo de la olla se colocaba una medida exacta de agua, un plato de peltre en el centro y debajo del plato una moneda de veinte centavos de cobre, que sonaba cuando el agua estaba a punto. Luego se iban colocando los tamales en perfecto orden, para proceder a su cocimiento.
Los buñuelos los preparaba ella sola, porque sus medidas para cocinar eran "un puñito de esto y otro de aquello", que sólo sus manos divinas tenían la medida perfecta para hacerlo.
El barrio se llenaba de algarabía y en todas las casas había comida para compartir y dulces para los niños. Todos nos portábamos bien y obedecíamos a la primera llamada, a fin de hacer méritos para que no nos fueran a dejar sin regalos.
Todos los días los juegos se multiplicaban hasta altas horas de la noche y no había pleitos ni discusiones, porque el Niño Dios nos estaba observando.
Con qué poco nos conformábamos y cuan felices éramos.
No necesitábamos una tableta o un videojuego para divertirnos y convivíamos y compartíamos como los grandes amigos que éramos.
Por cada nuevo juguete que entraba a la casa, debía salir uno usado para regalar a los niños más pobres que nosotros. Y así aprendíamos el valor de la solidaridad.
No había alegría más grande que aquella que se manifestba en la mañana del 25. Todos estábamos felices con nuevos juguetes y los presumíamos con los amigos.
No importaba si era "un tren con vagones de lata, roto entre dos estaciones", o un trompo y un balero. Era un nuevo juguete y eso era lo importante.
Dulces y caramelos, abundaban por doquier; y al que le había llegado un chocolate gringo, ése era el rico.
Una bicicleta nueva era la sensación del barrio y en unos patines "torrinton" podía uno volar por las calles.
¿Por qué tiene uno que crecer. Y perder la inocencia debajo de un viejo pinabete?
Tan bien que se está de niño y tan feliz que se es.
Por lo demás: "Hasta que nos volvamos a encontrar que Dios te guarde en la palma de Su mano".