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Recuerdos

Addenda

GERMÁN FROTO Y MADARIAGA

Esta semana cené los primeros tamales recalentados de la temporada. Y junto a su olor, llegaron recuerdos de mi niñez en víspera de la Noche Buena.

La vida entonces era simple y divertida. Todo era espera e ilusiones por los regalos que llegarían el 24.

Los regalos no eran lo que uno pedía, sino lo que nos podían comprar y previamente nos habían inducido a pedir.

Ir al centro a ver los aparadores de "La Suiza" o los del "Siglo XX", era toda una aventura que nos despertaba los sentidos y nos hacía soñar.

Desde los primeros días de diciembre, mi casa se llenaba de olores a tamales y buñuelos, así como a gobernadora, porque mi padre ponía gruesos ramos de esa planta distribuidos en toda la casa y despedían un olor inconfundible, que era señal de que había llegado la Navidad.

Éramos pobres y felices, pero no porque nos faltara dinero (que siempre faltaba), sino porque necesitábamos muy poco para vivir.

Nadie envidiaba a nadie, porque todos teníamos más o menos lo mismo. No sabíamos de clases sociales y nadie presumía de ser más que otro. Era una sociedad igualitaria por necesidad.

Un buen día, mi madre sacaba aquella olla inmensa, especial para hacer tamales, y todos nos sentábamos al derredor de la mesa de la cocina, para ayudarla a preparar aquellos manjares.

Previamente me había mandado a la tortillería del barrio, a comprar una masa especial para confeccionarlos y ella iba preparando la carne deshebrada y el pollo para poner dentro de la masa.

En el fondo de la olla se colocaba una medida exacta de agua, un plato de peltre en el centro y debajo del plato una moneda de veinte centavos de cobre, que sonaba cuando el agua estaba a punto. Luego se iban colocando los tamales en perfecto orden, para proceder a su cocimiento.

Los buñuelos los preparaba ella sola, porque sus medidas para cocinar eran "un puñito de esto y otro de aquello", que sólo sus manos divinas tenían la medida perfecta para hacerlo.

El barrio se llenaba de algarabía y en todas las casas había comida para compartir y dulces para los niños. Todos nos portábamos bien y obedecíamos a la primera llamada, a fin de hacer méritos para que no nos fueran a dejar sin regalos.

Todos los días los juegos se multiplicaban hasta altas horas de la noche y no había pleitos ni discusiones, porque el Niño Dios nos estaba observando.

Con qué poco nos conformábamos y cuan felices éramos.

No necesitábamos una tableta o un videojuego para divertirnos y convivíamos y compartíamos como los grandes amigos que éramos.

Por cada nuevo juguete que entraba a la casa, debía salir uno usado para regalar a los niños más pobres que nosotros. Y así aprendíamos el valor de la solidaridad.

No había alegría más grande que aquella que se manifestba en la mañana del 25. Todos estábamos felices con nuevos juguetes y los presumíamos con los amigos.

No importaba si era "un tren con vagones de lata, roto entre dos estaciones", o un trompo y un balero. Era un nuevo juguete y eso era lo importante.

Dulces y caramelos, abundaban por doquier; y al que le había llegado un chocolate gringo, ése era el rico.

Una bicicleta nueva era la sensación del barrio y en unos patines "torrinton" podía uno volar por las calles.

¿Por qué tiene uno que crecer. Y perder la inocencia debajo de un viejo pinabete?

Tan bien que se está de niño y tan feliz que se es.

Por lo demás: "Hasta que nos volvamos a encontrar que Dios te guarde en la palma de Su mano".

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